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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Ministros de la cachiporra

De Fraga para acá siempre me han caído mal los ministros del Interior. Se ve que los líderes escogen para llevar la cachiporra a los tipos de más fea catadura, a los ejemplares peor encarados que guardan en sus filas, aunque algunas veces -si exceden todos los registros- sean capaces de nombrarles ministros de Economía y Hacienda, casos de Montoro o Borrell. Hay tipos que fueron especialmente difíciles de soportar, el ya citado Don Manuel o Martín Villa o Barrionuevo, y mención aparte merece Corcuera, del que no me resisto a contar una anécdota personal porque fue capaz -en privado eso sí, con la única presencia de Rafael Vera, a la sazón secretario de Estado para la Seguridad y después preso ilustre- de agarrarme de las solapas de la americana en actitud chulesca y amenazadora, todo lo cual porque este jovenzuelo periodista le había hecho una pregunta -muy- impertinente sobre los GAL, antes de que el caso estuviese en pleno apogeo y ya se acostumbrara a capearlo.

El último ministro de la cachiporra no es una excepción, sino más bien una regla. Este señor Fernández une a su melifluosidad nacionalcatólica de párroco de la posguerra, algunos modos y maneras de un Torquemada de bolsillo o un «cura trabucaire» de las Guerras Carlistas, de tal forma que cuando lo ves te preparas para recibir un pellizco de monja en forma de soflama. Si ser policía o guardia civil no fuera lo suficientemente duro, servir a las órdenes de según quién debería tener plus de sufrimientos por la Patria con distintivo blanco y pensión vitalicia.

El tal Fernández aplica perfectamente la doble moral que caracteriza a un montón de personajes semejantes: aparenta ser el azote de los malvados y, simultáneamente, se da el pico con presuntos delincuentes, si son amiguetes del alma, faltaría más. Como si el «intocable» Elliot Ness hubiera recibido en su despacho a «Scarface» Al Capone y cara a la galería hubieran hablado de su común afición por el cricket y no de las pruebas y recibos falsos que tenía en su contra el Gobierno Federal para enchironarle por evasión de impuestos.

Lo peor es que encima nos tomen por tontos. Eso de que le recibía en su despacho oficial para salvaguardar la transparencia; esa otra de que la condición previa es que no se hablase de su situación procesal; la de más allá de que es un amigo de toda la vida y que el Ministerio del Interior no le está investigando, que lo hacen los jueces. Bueno, bueno, bueno, ya está bien de tanto sofisma. Ninguna falta hacía que saliera el propio exvicepresidente a decir que en la cordial entrevista se habló de esto, de lo otro y de todo. Ya. Por cierto, que Rato es ahora, en palabras del portavoz pepero: «el autor del milagro económico de España que creó 5 millones de puestos de trabajo». Pero claro, no se le juzgará por los que presuntamente creó (sic) sino por el que se buscó para sí mismo, que ese sí que es chulo y rentable, a fe mía.

Todo esto demuestra dos cosas: sin el papel de la prensa aireando la reunión no nos hubiéramos enterado de nada, como casi siempre, por ello el ministro Fernández es partidario de la «ley mordaza», que más vale prevenir que curar; segundo, que para muchos los delitos económicos son una forma de hacer negocios por otros medios y no realmente un delito susceptible de reproche jurídico. Los malos de verdad de la buena son esos desharrapados que roban en las casas los televisores de plasma o que pegan un tirón en las calles o que se manifiestan contra los desahucios o delante del Congreso. Los ladrones de cuello blanco son gentes sencillas que ante la voracidad del Estado y su exigencia desbordante de impuestos y facturas deciden crearse su propio espacio en Suiza, las Islas Vírgenes o donde toque, lejos desde luego de los inspectores de la Hacienda patria. Unos tipos estupendamente vestidos e inalcanzables para la policía, porque por eso son compadres de los que les mandan. Y menos mal que todavía quedan jueces que no tragan, porque si no, los presuntamente delincuentes andarían haciendo alardes de moralidad. Como el ministro.

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