Para las ciencias biológicas el dimorfismo sexual lo componen las diferencias morfológicas y fisonómicas entre machos y hembras de una misma especie. Con frecuencia se trata de diferencias de corpulencia, musculatura y tamaño general, como es el caso de los gorilas y los orangutanes. Pero también forman parte de tales diferencias los cuernos del ciervo, por ejemplo, o las coloridas plumas del pavo real macho, la melena del león o los colmillos que adornan la dentición de muchas especies, los elefantes entre ellas.

Al parecer los machos dotados de todos esos atributos los utilizan con frecuencia para la depredación y la defensa del grupo, pero todavía más frecuente y comúnmente para competir entre ellos y obtener el acceso sexual a las hembras. De ordinario, cuanto mayor es el dimorfismo en una especie, mayor es también la competitividad sexual y más dependiente de ese predominio es la vinculación entre las parejas reproductoras.

Incluso parece que se puede establecer una cierta relación entre el grado de dimorfismo y el número de hembras y la exclusividad que respecto de ellas logra un macho en tales especies. El caso más extremo parece ser el de un mamífero marino que triplica en peso y tamaño a las hembras a las que congrega por docenas bajo su exclusivo predominio.

Por el contrario, entre las especies con menor dimorfismo sexual abundan aquellas en las que los machos apenas compiten entre sí porque el acceso a las hembras esta de algún modo garantizado, bien porque los encuentros sexuales son indiscriminados y fáciles o bien porque las parejas reproductoras son estables o tienen al menos cierta durabilidad. De este tipo son, por ejemplo, las aves cuyas especies son en un 90% nonógamas, al menos durante el periodo de cría, aunque abundan aquellas cuyas parejas son duraderas de por vida.

Entre las especies en las que no hay competencia sexual predomina el monomorfismo, es decir, la escasa o nula diferenciación fisonómica entre los dos sexos. Así que, si bien la correlación no es estricta ni exacta, parece que hay alguna relación entre el grado de dimorfismo y el de competitividad sexual.

Los biólogos suelen decir que el grado de dimorfismo sexual en la especie humana es moderado y sin intensas diferenciaciones en los aspectos más generales (en torno a un 10% en peso, y menos todavía en estatura, por ejemplo). Sin embargo, medio en serio y medio en broma, los sociólogos podrían aducir que esas diferencias tienen entre nosotros variaciones estacionales, y que en los países occidentales y durante los meses de la primavera se intensifican y hacen multitudinarios los esfuerzos para que tales dimorfismos comparezcan en toda su plenitud para su exposición veraniega.

Cualquier observador nacido antes de las dos últimas décadas convendrá en que nunca han contemplado nuestros baños playeros tal profusión de varones con anatomías musculares hipertróficas. Y ante la índole masiva del acontecimiento, a los antropólogos culturales les cabría preguntarse -medio en serio medio en broma- ¿si no se habrán modificado los hábitos de consecución de pareja hasta el punto de convertir la competencia entre varones en más intensa y frecuente? ¿Y si el actual énfasis abdomino-pectoral no cumpliera entre nosotros las funciones de las plumas entre los pavos reales o -por no proseguir los incómodos paralelismos- de los colmillos entre los elefantes?

Pero, como además todos esos cambios se producen al mismo tiempo que el aumento de las separaciones y los divorcios, cabría incluso plantear si no se tratará de algo más relevante que una mera mutación estacional. Porque podría ocurrir que la actual crisis de la institución que minimizaba la competencia entre varones, el matrimonio, estuviera en relación directa con el aumento de gimnasios, prácticas deportivas, dietas, gabinetes de belleza y profusión de anatomías apolíneas que se exhiben veraniegamente ante los asombrados ojos de los que pasamos de la veintena (y de dos veintenas).

Hay, sin embargo, un dato perturbador que amenaza con desmantelar todas las sugestivas hipótesis que el ocio playero nos está procurando: la depilación. Me refiero a la masculina, claro, que está haciendo furor. Para no arruinar nuestra reflexión es mejor no imaginar las penitencias que impone el proceso depilatorio a sus adeptos, pero resulta obvio que se trata de un indiscutible atributo diferencial masculino cuya eliminación atenúa el dimorfismo sexual.

Así que las anatomías cobran forma y volumen diferencial según el sexo pero uno y otro se avienen a ser piel, manufacturada, homogeneizada y esculpida, pero piel. Y esa avenencia saca a la luz un elemento paradójico de este fenómeno en las sociedades humanas: cuanto más se agudiza el dimorfismo más convergen los dos sexos. No me refiero al hecho ya de por sí insólito de que las mujeres humanas enfaticen sus singularidades anatómicas como si los protocolos de cortejo y seducción se hubieran modificado, y ellas fueran ahora tan competitivas al respecto como los varones, que lo son. Sino que unos y otras parecen estar más atentos a la perfección de las propias singularidades que de las del sexo opuesto.

Y de ahí que, para incredulidad del espectador, cuando un espécimen particularmente eminente de cualquiera de los dos sexos hace su aparición playera, la conmoción hipnotice a tantos si no más miembros del mismo sexo que del opuesto. Es como si el énfasis abdomino-pectoral masculino y las cirugías o las liposucciones femeninas no hubieran tenido tanto el efecto de arrebatar a los miembros del sexo opuesto, como de extasiar en sus eminencias anatómicas a sus propietarios y a los de su propio género. Los filósofos podríamos preguntarnos, más en serio que en broma, si no será que el melifluo Narciso le ha ganado la partida a Hércules y Afrodita.

Para terminar esta elucubración veraniega, será mejor hundir la vista en las páginas de lo que sea y admitir que aquello de «la curva de la felicidad» tenía realmente que ver con los estados de relativo sosiego al respecto de las pesadas cargas y obligaciones del cortejo.