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Elogio de la locura

Lo que empuja el hambre

Si quitamos en los telediarios y en las noticias de todo medio de comunicación lo referido a las actividades de los políticos, sus enredos y sus estrategias de cara a las elecciones, si apartamos a un lado la situación crítica de Grecia, si pasamos por encima de las mil y una tramas de corrupción que nos sobresaltan cada día con los corruptos sacando pecho y disfrutando de vacaciones idílicas, si podemos soportar el asco que nos producen los incendios provocados -auténtico crimen contra la humanidad-, un hecho se repite con insistencia machacona, una y otra y otra vez. Tanta es la insistencia que ya ni le prestamos atención. De tanto como nos lo han restregado por delante de nuestra cara, de tanto como lo hemos visto mientras pedimos repetir el filete de pollo empanado o que nos pongan otra bola más de vainilla en el cucurucho, lo vemos normal, una cosa pesada a fuerza de ponerla ante nuestros ojos todos los días varias veces.

Leo en las redes sociales que algún colectivo ha depositado una lista de cien metros de largo a la entrada del Parlamento Europeo, contiene los nombres de más de diecisiete mil trescientas personas ahogadas en el Mediterráneo y la han colocado ahí para que los eurodiputados se vean obligados a pisarla al entrar a sus cómodas y bien pagadas oficinas.

Cada día somos espectadores en primera fila, y con una visión privilegiada, de imágenes de naufragios y rescates en alta mar. Montones de negros de todos los pelajes, edades y condición. Su nacionalidad se engloba en el genérico «subsaharianos», es decir, negros surgidos de la nada, que no son de ningún sitio porque en ningún sitio los aceptan como suyos. Barcos desahuciados o de juguete en los que las mafias venden los pasajes mucho más caros que si se tratara de un crucero de lujo, de esos que se anuncian con comida y bebida a todo trapo, bailes, diversiones y copas hasta dejar los hígados inservibles. Esos barcos, muchas veces, abandonados a su suerte como los que van dentro, naufragan sin remedio y están convirtiendo el Mare Nostrum en un cementerio en el que los nichos se reparten gratis. El precio va incluido en el billete mafioso que hay que abonar en metálico y en negro al embarcar.

En una de las mil islas griegas hay un revoltillo importante a la puerta de un edificio en el que -parece- se dan los papeles a los inmigrantes. Todos amontonados en busca de esos ansiados papeles porque sin papeles uno no es nadie. Un policía intenta poner orden a guantazos. Pretendiendo que la masa retroceda y se ponga en fila, suelta un par de hostias como panes al primero que se le pone delante. No logra su objetivo porque, tras el inicial retroceso, la masa tiende a ocupar cada milímetro de espacio vacío hasta la ventanilla donde entregan el papel.

Hemos visto decenas de asaltos a la valla de Melilla que hacen inútiles las mallas anti trepa. Decenas de chicos encerrados en una maleta o en los bajos de un camión intentando aprovechar el éxodo de los feriantes de Ceuta. Vemos bandadas auténticas de subsaharianos en Calais que persiguen camiones para colarse de la manera que sea en Inglaterra. Se habla de tarifas de tres mil euros por el viaje para cruzar el eurotúnel que une Francia con el Reino Unido.

No se trata de ejercer el «buenismo». Qué duda cabe que los Estados no tienen medios ilimitados y que si entran cien mil personas, son cien mil a los que hay que alimentar, proporcionar sanidad, colegios, infraestructuras y todo lo que necesita una persona instalada en el Estado del Bienestar.

Los Estados intentan defenderse de la avalancha de indigentes que se le vienen encima. Todo el mundo abre la puerta al que viene forrado pero nadie abre al que viene preguntando qué se puede comer y cómo es posible hacer frente a su listado interminable de necesidades.

Oí la otra tarde en una terraza cómo una señora estupenda hablaba ante dos amigas de las excelencias del hombre cuyo corazón -según todos los indicios- había conquistado. Podría ser su padre -deduje de la conversación que tenía lugar a diez centímetros de mi oreja- pero «tiene barco, casa en una isla de moda, un banco detrás de él y pasta para enterrarme». He ahí el amor verdadero. Yo creeré en él cuando una mujer de treinta pierda el seso por un jubilado con la pensión mínima.

Esta señora se busca la vida moviéndose en su nivel y los negros de las pateras, exactamente igual, en el suyo. La historia de la humanidad no es sino la historia de los movimientos de masas buscando sobrevivir. La escuela crítica de Criminología -de orientación marxista- lo dice bien claro: los poderosos generan las normas para proteger sus privilegios y criminalizan hasta la menor amenaza contra los mismos.

Poco pueden hacer las normas contra esas avalanchas porque el hambre empuja mucho.

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