Decía el poeta ingles Chesterfield que la cultura se adquiere leyendo libros; pero el conocimiento del mundo, que es mucho más necesario, sólo se alcanza leyendo a los hombres y estudiando las diversas ediciones que de ellos existen. Es la eterna dicotomía entre libro y empirismo. La vida nos sitúa en esa tesitura.

Todos somos aficionados. Al menos el autor de este articulo así se considera. Nos atiborramos de información y conocimiento sin capacidad material para deglutir tal vorágine. Llega un momento en que apenas profundizamos por tal desnortamiento. La vida es tan corta que no da para más -nos decía el eterno Chaplin-. La vida no da oportunidad siquiera para ser «maestro», excelsa palabra que se ubica en el pedestal de lo más para este escribidor, pero sí para constituirnos en eternos aprendices.

¡Qué bonito es ser eterno aprendiz! Aspirar, desear, laborar, estudiar, para «llegar a ser». Se ha hecho siempre. El conocimiento subordinado -es verdad- lo procura la experiencia que nos provee el día a día. Es el método acientífico de introducción de un conocimiento vivencial. Tener afición es tener devoción, es tener entusiasmo y apego, es enhebrar la ilusión. Y a lo mejor jamás se llega a la meta que anhelaste -tal vez nunca-. ¡Qué más da si el anhelo forma parte de ti como el carburante de tu ser!

Hacer cosas y hacerlas bien, ponerle empeño y cariño es lo más cercano a aspirar a ser «maestro». Sólo un grupo de elegidos llegan a esa categoría o magistratura. El otro día veía por televisión la despedida triste del guardameta madrileño Iker Casillas que inquiría a los medios que más que un excelso cancerbero le recordaran siempre como una «buena persona» -entre lágrimas y sollozos-. ¿Se puede decir una frase -en realidad dos palabras- con más hondura y sentimiento que la expresada por esta excelente persona? No le importaba que lo valoraran por lo que había sido para el fútbol español y mundial (había ganado todo lo que se puede ganar en el estrellato futbolístico); no, quería transmitir que siempre, en su quehacer cotidiano, había pretendido ser una buena persona, sencilla, cercana, nada engreída, nada vanidosa. Quería, por encima de todo, que eso quedara muy claro.

Quería que ese recuerdo -en la marcha de España al fútbol luso- fuera el que impregnara en los corazones de quienes le habían visto nacer al mundo del balompié. Cómo un «maestro» en lo suyo, Iker se hacia sencillo y humilde, se trocaba en un niño, todo corazón. Su figura futbolística se engrandecía con sus palabras; es cierto: ya ha hecho historia y como persona le ubicamos en el pedestal de lo más.

¿Que hay «aficionados» también en la política? Claro, como en cualquier orden de la vida. Faltaría más. Pero como gestores de lo público debieran acometer una mejor preparación para evitar errar. Al político, es verdad, le exigimos un plus de todo, pero convendrán que lo es por la alta función que desempeñan y el perjuicio a irrogar a ese concepto jurídico indeterminado que denominamos «interés público». Ya en tono sarcástico quisiera traer a colación una frase imborrable de otro gran político ingles, Winston Churchill cuando señalaba que el político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y de explicar después porqué no ha ocurrido. Difícil dilema, ¿verdad?