A lo largo de la historia de la literatura, de la filosofía, del periodismo o de cualquier disciplina, han sido sonadas las disputas y diatribas entre los distintos autores. En los libros y en los artículos cada uno ha expuesto su opinión aprovechando para dar leña al contrario. Eso ha hecho muchas veces progresar la ciencia y encontrar textos literarios preciosos que, sin la rivalidad, no habrían tenido lugar. Líbreme Dios de pretender equipararme a ningún autor famoso que solo soy un modesto funcionario, un chupatintas al borde de la jubilación y del crematorio -amén-, un covachuelista que ha llegado desde la nada hasta las más altas cotas de la miseria. Hablo, no obstante y como diría Scott Fitzgerald «desde la autoridad que me da el fracaso» pues -siguiendo a este autor- si toda vida es una demolición, la mía es una explosión nuclear sin límites.

He discutido -sin llegar a las manos, dentro de los límites de una discusión académica- con más de uno y más de cuatro autores que firman artículos en este mismo periódico INFORMACIÓN.

Siempre escribes de política -dice alguno pendenciero y reivindicativo-, ¿es que no hay otro tema? Es evidente que no tengo la capacidad de hacer prosa poética hablando de cómo una familia pasa un fin de semana idílico alejada del mundanal ruido en amor y compañía. Es evidente que tampoco soy experto en gastronomía ni en vinos para hablar del origen de los mismos en la Caldea de Abraham.

Por eso soy monótono y escribo de política porque no se puede escribir de otra cosa. Todo es política y todo depende de los políticos: que nos suban el uno por ciento, que nos jubilemos a los sesenta años o a los setenta y cinco, que a un trabajador lo puedan poner en la calle sin saludarlo o que le puedan hacer un contrato de siete minutos y conste como un puesto de trabajo, que un negro de Togo tenga tarjeta sanitaria o tenga que encomendarse a la patrona de los imposibles para que lo atiendan en un consultorio. Todo depende de las decisiones de los políticos.

Llega la hora de la verdad y ahora -todos y cada uno en las elecciones que están a la vuelta de la esquina- tendrán que afrontar las consecuencias de sus actos. Esto es una especie de Juicio Final pero sin arcángeles tocando las trompetas ni demonios atizando las calderas, ni pecadores llorando de camino a la condenación eterna. Juicio final al fin y al cabo, que de las elecciones hay gente que sale para el paro y el olvido, sin posibilidad de vuelta atrás.

Los políticos se han puesto manos a la obra y se dejan la piel en la campaña, que ya ha empezado hace tiempo si es que alguna vez acabó, porque les va en ello el sillón con todos sus aditamentos: los que están en el poder quieren seguir estando y los de la oposición quieren pasar al estrado, los aplausos, los coches oficiales y las prebendas? a disfrutar todo eso que se ha dado en llamar la erótica del poder.

El partido gobernante -con sus máximos mandatarios a la cabeza- ha diseñado una estrategia revolucionaria: se acabaron las ruedas de prensa con pantallas de plasma, hay que estar cerca de la gente, hay que mezclarse con ellos, hay que explicar los muchos logros y el mucho trabajo del ejecutivo que se ha dejado el pellejo luchando por el bienestar de los súbditos. Hay que meter el miedo en el cuerpo porque la otra cara de las cosas que se han conseguido es el riesgo de perderlas y que se vaya todo al garete votando a los advenedizos, a los populistas que no tienen ni idea. Hay que reiniciar una revolución profunda, remover todas las estructuras, hacer nuevos ofrecimientos, poner en primera línea nuevas caras, inventarse propuestas inimaginadas? para que todo siga igual, o sea, los mismos de siempre mandando, en el machito, embarcados en el Audi A8 y con los escoltas delante y detrás.

Esto no es nada nuevo que aquí, desde mucho antes de Maquiavelo, está todo inventado. A mitad del siglo pasado Giuseppe Tomasi di Lampedusa, escribió El Gatopardo. Como otros muchos autores murió sin ver publicada su obra. El gatopardismo o el lampedusianismo -perdonen ustedes por el trabalenguas- nace de la obra de este autor y es la actitud política que pretende «cambiar todo para que nada cambie» o «cambiar algo -aunque sea aparentemente- para que todo siga como está». He ahí -el gatopardo- al genio del marketing, de la figurancia y del disimulo.

En realidad no hay nada nuevo bajo el sol, como decían los griegos siglos antes del corralito. Si uno mira a fondo la realidad que nos rodea, el ochenta por ciento, el noventa por ciento y casi el cien por cien es puro faroleo, pura apariencia y debajo y detrás y al lado? muchas veces no hay nada.