«Peder permanecía expectante ante el psicólogo. ¿Qué sería lo peor que pudiera pasarle en la actualidad?/ ¿Ahora?/ Ahora/ Peder pensó/ No lo pienses mucho, responde de forma espontánea/ Lo peor, en definitiva, sería perder a Ylva. Si Ylva no estuviera a mi lado al despertar por las mañanas, no podría seguir adelante» (Silenciadas, página 325. Kristina Ohlsson).

Hizo un gesto con la cara y con la mano me invitó a pasar a la sala de curas. La doctora Pérez, ginecóloga cirujana, al tiempo que le preguntaba cómo se sentía, y comentaba lo bien que estaba la herida, procedía con manos expertas a la primera cura tras la operación. Allí estaba la mujer que yo quiero, sentada con los brazos juntos por las manos en posición de gimnasia sueca, dejándose hacer tras la traumática operación que expulsó de su cuerpo a ese bicho hideputa que tantas vidas se lleva, pero que en esta ocasión invadió territorio hostil, y acabó sentenciado y laminado por la sabiduría y profesionalidad de la cirujana a la que estaremos en deuda de por vida. Allí estaba la mujer que yo quiero, con la belleza que significa la madurez, espléndida en su turbación, resplandeciente en su serenidad, con esa confianza surgida de la empatía que la ginecóloga estableció con ella desde el primer instante, la misma que disfruta con Sira, su médico de cabecera, superando el trauma de la intervención de cáncer de mama que tantas mujeres sufren y por fortuna logran vencer.

Miro hacia atrás sin ira en el tiempo, y compruebo el salto cualitativo que ha dado este país en muchos asuntos de primer orden, social y económicamente hablando. Está de moda, por ese populismo que ha privado de razonamiento a demasiados, poner a parir a lo que han dado en llamar «régimen del 78», que no fue más que el reencuentro con las libertades y la democracia de un país que estuvo sometido al totalitarismo durante casi cuarenta años tras una guerra civil que algunos no quieren superar, intentando esparcir rencor donde debería haber concordia, la que se alcanzó en el ocaso de los setenta. A pesar de los recortes sufridos en la crisis que todavía colea, nuestro nivel de vida, por mor de la gobernanza de esos a los que arteramente se intenta desprestigiar, y del quehacer diario de los españoles, junto a la inestimable ayuda de los fondos europeos, está a la altura de cualquier país de los llamados civilizados, occidentales, democráticos, y en algunos campos como el sanitario, por encima de muchos. Carpe diem, aprovechemos bien lo que tenemos, día a día, lo que nos dimos en hora buena, planteémonoslo así.

Tenemos una sanidad que para sí quisieran muchos de los países de nuestro entorno, una sanidad pública que, por mucho que la compitan desde el sector privado, acaba por arropar a todos los ciudadanos cuando las cosas se complican, o cuando la intervención quirúrgica, tratamiento o enfermedad así lo demandan por su gravedad. La plantilla de profesionales que cuidan de nuestra salud no puede estar mejor preparada, todo el personal sanitario desde auxiliares, enfermeras a médicos brillan por su profesionalidad y dedicación, su amabilidad para con los pacientes viene dada de su tremenda vocación de servicio público, que en este caso sí que se da con carácter general, al que se entregan en cuerpo y alma. Algunas, como la doctora Pérez, la cirujana ginecóloga del Hospital Universitario, obvian la parcela de lo privado, donde su patrimonio se vería fuertemente incrementado, para dedicarse en exclusividad a la sanidad pública, inclinación profesional que la dignifica. Carpe diem, aprovechemos lo conseguido desde el esfuerzo común, no demonicemos lo bueno que tenemos.

Disfrutemos lo que tenemos a mano, dignifiquémoslo, pongámoslo en valor. No necesitamos revolucionarios populistas que denosten lo tan laboriosamente conseguido, tenemos en nuestras manos los suficientes resortes para que todo funcione como es debido. Carpe diem, como exhortación para que aprovechemos lo que tenga de bueno el presente, lo que tenemos al alcance, hagamos oídos sordos al ominoso mañana que se pronostica por exegetas y profetas paridos en los rayos catódicos, cuyas consignas y gestos tan parecidos son al movimiento que eliminó la democracia durante cuatro décadas.