La posibilidad de convertir en realidad nuestros deseos debería llevar a reconsiderar con mucho cuidado lo que deseamos, no vaya a ser que efectivamente lo consigamos.

Las fábulas de genios que nos satisfacen unos pocos deseos cuya realización sorprende con indeseables imprevistos quieren advertirnos al respecto. Y es que cuando deseamos el éxito, la celebridad, el poder o la riqueza solemos hacerlo desde la suposición de que no perderemos ninguno de los bienes que ya poseemos: la tranquilidad, los amigos, la salud, la familia. Pero si nos paramos a pensarlo advertiremos que para conservar intacto lo que ya tenemos deberíamos amarlo de manera que muy pocas cosas o ninguna le añadirían algo realmente decisivo, por deseable que resultara.

Oscar Wilde llevaba razón: casi siempre hay algo peor que no conseguir lo que se desea y es conseguirlo. Pero no solo por la consabida experiencia de que lo ya poseído casi siempre defrauda, sino también porque muchas veces implica perder o dañar lo que se ya se tenía. Es muy difícil hacerse rico -o famoso, o poderoso- de golpe y no arruinarse al mismo tiempo en todo lo demás. Y por mucho que todos estemos dispuestos a pasar por esa prueba, entraña una dificultad tanto más improbable de vencer cuanto más capaces de superarla nos creemos.

Quien sueña con enriquecerse mediante un golpe de fortuna -¿quién no?- da por supuesto que las personas que le aman lo seguirán haciendo de igual manera y que uno mismo podrá amarlas igualmente en medio de esa mudanza tan presumiblemente feliz. Pero no es tan seguro. De hecho, no pocos de los afectos que recibimos o de las cosas que poseemos son así gracias también a aquello de lo que carecemos. Por ejemplo: no tener jardinero seguramente limita mucho la grandiosidad de nuestro jardín, pero al mismo tiempo transforma completamente nuestra relación con cuanto allí crece gracias a nuestro (obligado) cuidado. Quien tiene jardinero no «tiene» jardín como lo tienen quienes no tenemos jardinero. Y quien no perciba la diferencia es que o bien no tiene jardín o bien tiene jardinero.

Pero además la riqueza, el poder y hasta la belleza implican dificultades especiales para conocer las verdades que más nos interesan. No es una mera invención de fábulas antiguas que los ricos y poderosos tengan que disfrazarse de pobres y desposeídos para encontrar un amor sincero y desinteresado, o para conocer la opinión real de los demás. Debería hacernos recapacitar qué significa la riqueza, el poder o la belleza de quien necesita fingir no ser quién es para hallar el amor sin fingimiento, o disfrazarse para encontrar amigos sin disfraz.

El caso del rey Midas es un buen ejemplo de cómo al desear aquello que soñamos olvidamos poner a salvo todo lo que ya amábamos y disfrutábamos a nuestro alrededor. Pero la fábula del infortunado rey nos ofrece otra enseñanza crucial: cuando se desea muy intensamente poseer algo somos nosotros los que resultamos poseídos por el objeto de nuestro deseo. Por ejemplo, el poder y el dinero parecen los medios para conseguirlo todo y, sin embargo, si se desean con demasiada intensidad nos privan de la actitud necesaria para poder disfrutar de lo que ponen a nuestro alcance.

Pero hay algo más. Cuando el deseo de poseer algo nos posee se nos convierte en una necesidad imperiosa. Y un deseo que sin ser una necesidad real se experimenta como una necesidad es un capricho. Pero si no ocurre de vez en cuando y episódicamente sino de ordinario, entonces ya no estamos ante un mero capricho sino ante una adicción que nos esclaviza. Así que hay que llevarse mucho cuidado con qué se desea y con qué se consigue, porque la supuesta felicidad puede ser más bien una perdición.

Además Girard siguiendo a Freud nos ha descubierto una nueva faceta del deseo. Los hombres al nacer no tenemos fijados instintivamente los objetos de nuestros deseos, salvo como una inclinación. Así que aprendemos qué es lo deseable mediante el deseo ajeno que, al tiempo que nos sirve de modelo, se nos convierte en rival, pues desea lo mismo que nosotros. Seguramente de ahí surgen no pocas discordias paterno filiales. Pero con seguridad que de ahí surge la tortuosa afinidad entre la admiración y la envidia: detestamos a los que poseen lo que más admiramos y no podemos poseer. La envidia es el gemelo perverso de la admiración, y la menos noble de las fuentes de la pasión moral y política contra las desigualdades.

No hay aprendizaje más decisivo en orden a la felicidad que la educación del deseo. Aprender a desear lo mejor y preferirlo es la orientación segura de una existencia provechosa y ennoblecida. Pero no es fácil esclarecer qué es lo mejor; aunque tampoco es tan imposible como aseguran los que preferirían que las cosas fueran según su capricho. Es mejor desear más intensamente aquello que una vez poseído no me produce el miedo a perderlo, sino que me mueve a compartirlo.

Lo anterior no implica que cuanto temo perder carezca de importancia, al revés: el trabajo, la libertad, la honra o la vida, por ejemplo, no son bienes secundarios, pero disminuyen su propio valor cuando los consideramos meras posesiones. El secreto del deseo humano, sencillo pero difícil de aprender, es que no queda satisfecho por lo que consigue poseer sino por lo que se hace capaz de ofrecer. Así que, ciertamente, hay que ser «rico» para ser feliz, pero no de esa riqueza que soñamos. Menos mal que pocas veces conseguimos lo que deseamos.