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Bartolomé Pérez Gálvez

Y los deberes sin hacer

Se esperaba más, mucho más, de este enjambre de intereses variopintos que configuran los distintos tripartitos repartidos por nuestra geografía. Podríamos coincidir o no con algunas de sus ideas pero, en cualquier caso, prometían acabar con la apatía que venía caracterizando a las administraciones públicas. Ya saben, aportar esa ilusión que precisa todo cambio para arrancar y consolidarse. La verdad es que, durante la campaña que precedió a las elecciones del 24-M, no se mostraron especialmente brillantes. Aún así, tal y como estaba el ambiente, parecía lógico que la matraca electoral se centrara en la corrupción y poco más. Al fin y al cabo ése era el punto más débil de los populares, el enemigo a batir por todos los contrincantes. Tampoco había garantía de que los partidos emergentes supieran realmente de qué va esta vaina de la gestión pública. A pesar de ello se mantenía la esperanza de que, tras ser investidos del poder ejecutivo, vendrían iniciativas de calado que corregirían -cuando menos en parte- el creciente desequilibrio social. Sin embargo, y hasta la fecha, nos han ofrecido un brindis al sol y política de salón. Merecen cien días de confianza, sí, pero el tiempo corre y sólo se ven fuegos de artificio. Y las dudas empiezan a tomar cuerpo.

Llama la atención cuáles están siendo las primeras medidas de muchos de los ayuntamientos regidos por una coalición, en sus diversas variaciones numéricas. Da la sensación de que los tripartitos -por generalizar, que a los efectos tanto da que sean tres o cinco los socios de gobierno- han comprado en bloque un «starter pack», para arrancar su mandato. Y, como si de una franquicia se tratara, actúan siguiendo las mismas instrucciones del citado paquete de inicio. Paso 1: Disfrutar del amparo de una cortina de humo, mientras adquieren soltura en el nuevo cargo, y para lograrlo nada mejor que dirigir mensajes al cerebro emocional de la ciudadanía. De entrada, y a ser posible de manera reiterada, cambiar todo símbolo previamente existente, merezca o no desaparecer. Lo de retirar el busto del rey emérito ya resulta práctica obligada entre los adalides de esta recién estrenada etapa política. Incluso algún lumbrera se ha permitido el lujo de considerar que no se trata de una monarquía legítima, por más que fuera aprobada por el pueblo español en el referéndum constitucional de 1978 y con el apoyo de casi dieciséis millones de personas, el 89% de los votantes. Basta con recordar la historia y las normas de la democracia.

El asunto de las banderas también es tradición. Ocultar la española detrás de unas cortinas, o engalanar algunos ayuntamientos con la cuatribarrada catalana, vuelve a estar de moda. Hasta la Real Senyera, la coronada, queda limitada al uso de quienes siempre la repudiaron. Por cierto que, vistas las diferencias del ayuntamiento del «cap i casal» con la jerarquía católica, corremos el riesgo de quedarnos sin fiestas de Moros y Cristianos. Cuidadito que, a la mínima, nos dejan sólo con las filaes de un bando. El moro, por supuesto.

Otro de los pilares básicos de este «kit» de inicio de los nuevos dirigentes municipalistas, los supuestos representantes de la «gente», es la cruzada animalista. Siendo un tema de relativo interés, preocupa su excesivo protagonismo en la agenda política cuando hay problemas mucho más graves que solventar. Lo que no estaría de más es realizar una labor de concienciación previa, en una sociedad algo reacia a abandonar determinadas costumbres populares. A un servidor le aburre sobremanera la tauromaquia, pero no por ello puede compartir que las tradiciones sean prohibidas por imposición de una minoría social. Ni que un torero sea equiparado a un genocida, que hasta esos extremos estamos llegando.

Los hay que aún no han aterrizado y siguen viviendo en una campaña permanente de promesas inviables. Valga, como ejemplo, el curioso pleno municipal celebrado esta semana en San Vicente del Raspeig. A la vista de los acuerdos adoptados, da la impresión de que las Cortes Generales han delegado sus competencias en este ayuntamiento. Proponer la creación de una «Renta Mínima Vital» -dotada con 6.000 millones de euros- o derogar la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) pueden ser buenas ideas. Ahora bien, que los concejales de un municipio dediquen su tiempo a aprobar este tipo de propuestas, extralimita sus funciones. Más aún cuando se dispone de otros medios de representación democrática para hacerlo. Dudo, por otra parte, que detrás de ambos acuerdos existan los preceptivos estudios de impacto social y económico que precisan este tipo de medidas. Las leyes no son una broma. Y una cosa es ejercer el derecho a proponer mejoras legislativas y otra, bien distinta, anticipar la lista de los Reyes Magos. Si los dirigentes sanvicentinos se dedican a asuntos que no les competen porque su municipio no tiene problemas que resolver, reconozco que me dan envidia.

Vuelvo a reiterarme en que la peña se está calentando y no sólo por tanta chorrada simbólica. La realidad social sigue siendo la misma que la de hace un par de meses, con el añadido de que la esperanza puede agonizar si se mantiene la sequía de acciones pragmáticas. Ciudades como Alicante, Elda, Elche o Torrevieja se sitúan a la cola del país en cuanto a la renta per cápita de sus habitantes. A pesar de la leve mejoría registrada, la tasa de paro en la provincia de Alicante continúa superando a la media nacional, situándose por encima del 24%. Y más de la cuarta parte de los ciudadanos de la Comunidad Valenciana vive por debajo del umbral de la pobreza. Ante esta situación, de nada sirve remitir quejas al Instituto Nacional de Estadística (INE) como ha acordado el gobierno municipal de Torrevieja, la ciudad con menor renta per cápita de España, de las 109 incluidas en el informe de Indicadores Urbanos presentado el mes pasado por ese organismo público. Negar la evidencia nunca puede ser la solución al problema.

Es momento de actuar. Reconozco mi admiración por el New Deal de Franklin Roosevelt como ejemplo de actuación ante una gran crisis. Confiaba en que, llegado el momento, algún gobierno municipal apostaría por desarrollar algo similar, aunque fuera a pequeña escala. El presidente americano movió ficha en sus cien primeros días; luego, en fases posteriores, profundizó en sus reformas. No digo que esperara a un Roosevelt por estas tierras, pero sí cierto brío a la hora de poner en marcha proyectos ilusionantes. Me dirán que no han tenido tiempo y lo acepto, pero no he oído ni leído propuesta alguna -más o menos creíble- que permita vislumbrar soluciones al desempleo, la desigualdad o las necesidades más precarias ¿Que llegarán? puede ser, pero hubiera deseado que me engatusaran contándome proyectos a corto y medio plazo. No los veo. Quizás es aún peor: empiezo a desconfiar de su existencia.

Nos preocupan los servicios públicos, los impuestos para sustentarlos, el empleo, la seguridad ciudadana, los transportes o la limpieza de nuestras calles. De discursos ideológicos, e incluso de impartir doctrina, andamos un tanto sobrados y un mucho aburridos. Cuestión de empezar con los deberes, que la necesidad apremia.

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