(Hace unas semanas publiqué un artículo en el que me despedía y jubilaba la larga serie de textos dominicales que durante 16 años habitaron estas páginas bajo el epígrafe «La plaza y el palacio». Allí daba cuenta de mis nuevas circunstancias como Conseller de Transparencia, Responsabilidad Social, Participación y Cooperación de la Generalitat Valenciana, que venían a hacer imposible, y quizá hasta indeseable, ese tipo de contribución. Pero también avisaba de la posibilidad, si este diario consentía, de publicar otros artículos, más distanciados en el tiempo, con otra hechura. Y aquí venimos. «Vida y Obras» intentará dar cuenta del devenir de un individuo metido en harina institucional, en tereas de gobierno, de sus circunstancias y reflexiones. Ello no excluirá la política -¿cómo habría de hacerlo?- y ocasiones habrá en que alguna situación me lleve a desgranar proyectos o comentar acciones u omisiones. Pero esto trata de ser alguna otra cosa. Una cosa, hoy, forzosamente inacabada, llamada a evolucionar. Vamos a ello).

CALOR. Cuando en el futuro recuerde este periodo inicial de mi actividad política presente, muchas cosas, imagino, pasarán por mi mente. Pero, seguro, una sobrevolará por encima de las demás: el calor. Calor en mi promesa como Conseller cuando, amenazado por una inoportunísima sensación de desmayo, hube de pedir un castizo abanico. Y es que el personal de protocolo, esclavo de aciaga costumbre, había traído tan imprescindibles instrumentos, ejemplares en su sostenibilidad medioambiental, a las Conselleras, considerando que los hombre podíamos ser tan Honorables como ellas, pero más resistentes al calor. Yo no podía: no es que quisiera hacer un gesto ante el sexismo del asunto; era, simplemente, que o me refrescaba parvamente o no llegaría nunca a prometer el cargo. Y tanto más cuando siendo «mi» Conselleria la más joven, protocolariamante voy el último en toda fila, elenco, convocatoria o sarao. Calor, también, en la toma de posesión del Delegado del Gobierno -aquí el abanico usado lo compartí con Asunción Sánchez Zaplana y Alberto Fabra, que las distancias ideológicas se achican con el ardor ambiental-. El escenario: una sala tardogótica de la Capitanía General en la que sudaban hasta las armaduras de baratillo toledano. Aquí hubiera querido ver yo a Milans del Bosch, que no tuvo narices de dar el golpe de Estado en verano. Y calor por las noches; en despachos mal acondicionados; en el Palau de la Generalitat, que ha tenido estropeados los cacharros del aire unos días; calor en las calles. Un asco. Conclusión: qué malo es el verano para inaugurar los cambios políticos. Sé que pido un imposible: pero si nos equivocamos alguien debería enarbolar la eximente de estado de estío. Usted cree que lo digo en broma. Pero no. Por nadie que pase. Por aquí las corbatas están decayendo. Algunos creen que es en memoria del extinto Varoufakis; pero no: es en legítima defensa ante el cambio climático.

ATERRIZAR. Este es el verbo que más he utilizado en las últimas semanas. Viene a describir mi inestable situación como persona humana y como Conseller. Por partes. Como esta Conselleria es nueva carezco, casi, de personal -salvo un reducido equipo, animoso y divertido, de apoyo-, de presupuesto propio -menos algunas herencias de otras Consellerias, asimiladas ahora a la de Transparencia y que, en parte, no puedo usar por razones técnicas muy largas de explicar- y de edificio fijo. Así que esa poca gente destinada a organizar una amplia pluralidad de servicios hemos acampado y colonizado tres despachos y algún anexo en un vetusto inmueble: el Palacio de Fuente Hermosa, obra de ricachón de 1903, de gusto pompier, más aparatoso que bonito, más grandilocuente que elegante, más digno de una calle secundaria de los bulevares parisinos del II Imperio que del noble carrer Cavallers. Cada vez que subo sus marmóreas escaleras o que contemplo distraído el artesonado de mi despacho, siento unas ganas enormes de cantar ópera -Puccini o algo así-. Ahora me voy a otro edificio, menos aparente pero más funcional, antiguo pero no tanto, con escasez de pretensiones excesivas, pero en el que espero ser políticamente feliz, salvo si me pierdo en su laberíntico trazado. A mi favor: escucharé con fuerza las mejores campanas de València y desde los ventanales de mi despacho -no muy grande, por cierto- sólo veré la pared gótica de la catedral, esa en la que el 9 d'octubre no entrará la Reial Senyera a un Te Deum, que es cosa de gran prosapia conservadora pero sin raíces históricas, que verá usted cómo se ponen las derechas de aquí. Pero me estoy desviando, lo que es comprensible: sin acabar nunca de aterrizar tengo un portentoso jet lag, como persona humana y como político. Mi médico me ha dado unas pastillas naturistas, pero no acabo de dormir bien. Y las cosas de la administración: sede nos fue concedida, pero vacía de muebles y ahí estamos, 15 días a la espera de sillas, mesas, etc. Pero, vamos, que en el carrer Micalet 5, tiene usted su casa desde la semana que viene, en que, me juran sobre los huesos del rey En Jaume, el aterrizaje físico-espacial estará, casi, concluido. Funcionarios y presupuestos siguen a la espera de la orden de tomar tierra. Mi hábitat privado, por otra parte, es pequeño: un diminuto estudio muy bien ubicado en el casco histórico, cerca del bar Dorita, que tiene una terraza entretenida y buenas ensaladas. Nunca imaginé que a mis 57 años iba a volver a tener un piso como de estudiante, que es el primero que tuve en Valencia. Ver para creer.

METÁFORAS. Esto de inaugurar un poder es una metáfora. O un sistema de metáforas. O una red de metáforas en la que, si te descuidas, puedes quedarte enredado. Les pasó a los de antes, aunque, en su caso, de red pasaron a trama, que es otra cosa. Metáforas, pues. Así: calor o aterrizar. Calor de fervor, de entusiasmo. Calor que invita a la audacia. Como yo soy mayor animo a algunos compañeros/as a que se sirvan el licor con unas cuantas gotas de prudencia, que a la mariposa jacarandosa que se acerca al fuego le pasa lo que le pasa. O Dédalo como metáfora: así nosotros recorriendo pasillos desconocidos, adentrándonos en cajones sombríos, abriendo armarios de dudosa profundidad. Como Dédalo, volanderos, en ansias de aterrizar. Pero amenazados por la sombra de Ícaro, siempre más alto. Es tan fácil seguir a Ícaro en las intenciones iniciales? Aterrizar en un aeropuerto es fácil: todo tan limpio y señalizado. Pero aterrizar en la Historia, buena o mala, sentida o ignorada, es algo bastante más complicado. Y tanto más si es en la de un pueblo sometido a la batidora de los desdenes del tiempo y que pasó de ser el Levante feliz al Levante infeliz. Un pueblo obligado cada día a ofrendar nuevas glorias a España que recibe como recompensa la cara de Montoro en sus pesadillas. Anda que no vamos a tener que inventar metáforas para reconstruir algunos tejidos ofendidos y humillados? Necesitamos más metáforas que leyes, o, mejor dicho: necesitamos que cada ley sea vivida con la fuerza de una metáfora. Nos hemos peleado por símbolos, pero los símbolos que necesitamos preservar o inventar son los que describan por sí mismos una política y, sobre todo, una economía. Símbolos, en fin, que engendren símbolos. Un relato, eso es lo que necesitamos. Un relato en el que, al final, ganemos nosotros, los valencianos, tan amantes hasta ahora de las derrotas.