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Semana y Media

Andrés Castaño

Bustos al límite

LA CIUDAD QUEMADA (I)

El «procés» de hibernación neuronal que padece Cataluña genera situaciones como las del viernes que recuerdan las viñetas de 13, rúe del Percebe. La primera arranca con la retirada del busto de Juan Carlos I del salón de plenos del ayuntamiento de Barcelona: escalera de aluminio, la oronda cuadrilla, cajas de cartón destinadas al trastero y, a falta de un responsable que dirija las maniobras con el semiperno bocata de tortilla, un enjambre de fotógrafos patrióticamente convocados por la alcaldesa para transformar una grosería cutre en gesta histórica. La segunda muestra a un concejal que arroja billetes de quinientos euros a los de la oposición como símbolo de su inmoralidad. El concejal luce tatuajes en los nudillos, los abalorios de una tribu de jíbaros y regurgita frases con un gracejo sintáctico y lógico que hace dudar de que el hombre descienda del mono y no a la inversa. Quizá ahíto de las corbatas de Hermés y las rubias lacadas con cuenta andorrana, el pueblo soberano prefiera ahora al político cromagnon con cachiporra progresista.

LA CIUDAD QUEMADA (y II)

Con toda probabilidad, el Gobierno requerirá a la alcaldesa para que sustituya el busto de Juan Carlos I por el de su hijo y la alcaldesa acatará el requerimiento bajo la socorrida salvedad de que los servicios artístico-municipales ya están esculpiéndolo, aunque es sabido que la creación es un proceso lento y para cuando esté terminado quizás haya que encargar el de Leonor I. La renuncia de las instituciones a hacer cumpir la ley por temor a generar una tensión política insufrible es el «modus vivendi» de la política española desde 1978. Naturalmente, esto no habría sido posible sin la complicidad de sectores ajenos al nacionalismo como tribunales, medios de información o partidos con supuesta vocación de Estado. El fracaso estratégico de rehuir el enfrentamiento mediante la cesión unilateral y permanente se constata por la agravada e irreversible inminencia del conflicto, ya que ahora no queda nada que ofrecer salvo el suicidio de una de las partes.

EL INFORME GRULLA

Villar de Cañas es un desolado pueblecito conquense que el gobierno de Rodríguez Zapatero proyectó como almacén de residuos nucleares y el de Rajoy asumió recabando la autorización de los vecinos, los informes de los organismos técnicos y autorizando finalmente la ejecución del proyecto. Hasta toparse con la Junta de Castilla-La Mancha. Queda descontado que si el PSOE siguiera en Moncloa, la reacción de la Junta habría sido encargar el cátering para la inauguración de la planta y no alegar que el proyecto pone en peligro la supervivencia de las grullas de la zona. Lo maravilloso del imprevisto énfasis ornitológico de la Junta es que nadie en Villar de Cañas sabe qué aspecto tiene una grulla. El resultado es que los vecinos ven alejarse el maná y España seguirá pagando 60.000 euros diarios a Francia para que se encargue de nuestros residuos. Unas grullas carísimas, teniendo en cuenta que ni siquiera existen.

EL DISCURSO SIN MÉTODO

Rajoy no tiene «baraka», la palabra con que los rifeños describen al soldado inmune a las balas. Durante demasiados años, ha mantenido como líder del PP catalán a Sánchez Camacho, otra política pastelera cuyo discurso de tierra de nadie provocaba rechifla pendenciera entre los ajenos e irritadas deserciones entre los propios. Consciente de que el PP corre el riesgo de volatilizarse, Rajoy ha entregado el bastón de mariscal a García Albiol, un español doblemente singular ya que mide dos metros y gana elecciones en Cataluña. Cinco minutos después, las tertulias madrileñas (en las catalanas ni siquiera se le menciona salvo si ha atropellado a una anciana) han bramado contra la «derechización» del PP. García Albiol es un político rústico por decirlo suavemente, pero es enternececdor que estos analistas siempre culpen a Rajoy de errar por acción u omisión en el tema catalán. En realidad, lo que sugieren es que el PP «también» es culpable de que Mas se despertara una mañana transfigurado en un Moisés con barretina.

LA ALDEA GLOBAL

Asegura el Consell que sus predecesores apuraron el límite de déficit antes de perder las elecciones. Es posible que la malignidad innata del político les indujera a legar una herencia envenenada; tan posible como que los actuales responsables exageren para hacerse disculpar que ahora son ellos los encargados de practicar la austeridad. Tienen más enjundia las palabras de una consellera tras la frustrante reunión con Montoro de hace un par de días. Aducía que la financiación debía asignarse en función de la población y de la aportación al PIB, el bucle de las inexistentes balanzas fiscales, también llamadas «sudoku de Solbes». Desde luego, ningún ciudadano exige al Estado en función de lo que aporta: los más pudientes sufragan las atenciones básicas de quienes no pueden costearlas. La Constitución lo llama «estado social» y si la consellera echara las cuentas que verdaderamente importan comprendería que la aplicación generalizada de su baremo implicaría por ejemplo dejar a Castilla-León sin escuelas ni hospitales. La Constitución lo llama solidaridad.

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