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Crónicas precarias

Beyoncé y Francisco Franco tomando café granizado

Como ya he comentado en alguna ocasión, tengo una debilidad: los nazis. Películas, libros, series? Pon un nazi y me habrás conquistado para siempre. ¿Nazis buscando alienígenas? Venga. ¿Nazis preparando magdalenas? Dale. ¿Zombis nazis? ¡Música para mis oídos! Total, que la semana pasada encontré un documental sobre políticos de la primera mitad del siglo XX. Primero te los presentaba de jovenzuelos e iba narrando su trayectoria hasta la madurez (detalle perturbador: Stalin de veinteañero era bastante sexy, a ver cómo dormís ahora?). ¡Adivinad quién no aparecía en el documental! Una pista: es la estrella de las camisetas en la temporada primavera/verano 2015. No, no me refiero a Beyoncé sino a Francisco Franco (aunque ojalá pudiera dedicarle un artículo a Beyoncé).

¡Menuda birria de dictadura, no nos vale ni para hacer bulto entre Hitler y Churchill en un programa de televisión! Qué desperdicio de represión, tortura y hambre. Al final, cuatro décadas de fascismo solamente nos sirven para avergonzarnos de los nombres de nuestras calles y fingir que no vemos ciertas placas y estatuas. ¡Ah! Y para tener a los descendientes de un tirano presumiendo de casa y de joyas en la prensa rosa.

Pero vamos, que nos da igual. Es lo que tiene la amnesia colectiva -perdón, la «reconciliación nacional»- que transforma todo lo que rodea al franquismo en anécdotas adorables, recuerdos pintorescos y nostalgia de lata de galletas. Sin duda, una época entrañable. Hemos conseguido un grado tan alto de consenso que aún debatimos sobre si es oportuno dedicar lugares públicos a responsables de violaciones de los derechos humanos. Sanísimo todo.

Imaginad que en uno de esos países africanos a los que nos gusta mirar por encima del hombro le dedicaran una avenida a un militar involucrado en una sangrienta dictadura. Nos parecería vergonzoso, inadmisible y les tildaríamos, por lo menos, de república bananera. Pero como nos pasa a nosotros, que somos ejemplo de fraternidad y perdón, pues todo maravilloso.

De hecho, un callejero manchado de sangre es la mejor forma de no reabrir heridas. Igual que despreciar a quienes buscan a sus familiares en cunetas o fosas comunes, seguro que son unos pirados o unos jetas en busca de subvención. Ale, arreando, concordia para todos. Por cierto, los que defienden mantener el callejero franquista porque se trata de figuras históricas supongo que apoyarán llamar Jack el Destripador a algún parque. Al fin y al cabo, también es un personaje histórico. Era inglés, vale, pero en Madrid bautizaron a una plaza con el nombre de Margaret Thatcher y de maldad andaban más o menos igual.

Dedicar un espacio colectivo a alguien es otorgarle cierto reconocimiento a esa persona, mostrarle respeto y admiración. Se trata de un homenaje ciudadano, por eso se recurre a figuras ilustres a las que queremos recordar. Al final, todo se limita a una cuestión de símbolos. Pero es que los seres humanos -al menos hasta que seamos gobernados por autómatas de Plutón- nos guiamos por símbolos y elegir unos u otros muestra los valores e ideales que abrazamos o repudiamos como sociedad.

Una cosa más, ni se os ocurra meteros con el pobre futbolista luso que lució la camiseta de Franco. A ver cuántos de vosotros sabéis reconocer en una foto a Salazar, dictador de Portugal. Que aquí, además de reconciliarnos, nos gusta mucho creernos el ombligo del mundo.

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