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Cuesta trabajo entender qué estrategia política sigue el presidente Artur Mas, salvo que haya optado por pasar a la Historia como el primer mártir de la independencia „iconos del año 1714 al margen. Llevar a cabo el contraste con Iñigo Urkullu es tramposo porque el presidente de Euskadi ha movido a la perfección los hilos del tacticismo y las claves del momento, por lo que la diferencia con los palos de ciego de Mas resulta abrumadora pero en especial porque Urkullu lo tiene todo de su parte. Cabría plantearse la comparación sólo si Cataluña dispusiera del mismo concierto económico que regula las relaciones entre el País Vasco y el resto de España. De ser así, caben muchas dudas acerca de si Artur Mas hubiese emprendido su carrera acelerada hacia ninguna parte. Fue el rechazo de los sucesivos gobiernos de Madrid a contemplar una extensión similar de la autonomía catalana la que llevó a donde estamos ahora. Pero ese capote en favor de Mas no sirve para llegar muy lejos. En particular porque si la amenaza del independentismo era una baza para obtener una mejora en la financiación autonómica, hoy por hoy ya ha dejado de serlo. Se ha cruzado una línea que sólo conduce a la independencia -utópica, de momento- o al descalabro.

Jordi Pujol fue un maestro en el manejo del florete para mantener la reivindicación de mayores transferencias como estrategia de gobierno autonómico. El que resultase ser un chorizo (presunto) a la postre no cambia nada del mérito de su patente de apoyo al Gobierno de España, fuese el que fuese, a cambio de ir arañando ventajas. ¿Que entonces no existía el ansia soberanista? Claro que existía pero Pujol supo manejar ese chantaje perpetuo de la única forma en que cabe sacar provecho de los chantajes: amagando sin pegar jamás. La torpeza de su heredero, Mas, se contrasta mejor con Pujol que con Urkullu. Ambos, Pujol y Mas, contaban con muy parecidas bazas para jugar la partida; la diferencia consiste en lo que se hace con ellas.

El martirio de Artur Mas viene precedido por el suplicio de los ciudadanos que, dentro y fuera de Cataluña, se muestran hartos del problema artificial que se ha creado y escépticos ante la posibilidad de hacer que la pasta vuelva a meterse dentro del tubo. Lo dicen las encuestas y se palpa en la calle: más allá de sacar la senyera al balcón como protesta ante las cerrazones que llegan una vez y otra desde la Moncloa, se siente ya el pálpito de quienes se preguntan qué sucederá. No tanto qué va a pasar si los partidos soberanistas ganan por goleada las elecciones autonómicas en Cataluña sino qué tendremos delante si ganan pero por muy pocos escaños. La única esperanza consiste en que el otro gobierno, el gobierno del reino que salga de las urnas en las elecciones generales, tenga más capacidad para entender el problema y para abordarlo. En realidad no es tan difícil: abundan los catalanes que querrían ser como los vascos. La clave para conseguirlo estriba en dar con el Estado que vaya a sustituir al de las autonomías, moribundo ya.

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