Siempre he tenido la teoría, que se me hace veraz y ajustada a la realidad, un día tras otro conforme se amontonan las pruebas a mi favor, de que los políticos en su actividad tienen un fin primordial. Ese fin no es otro sino continuar en el sillón -los que ya disfrutan de él- o alcanzarlo aquellos que aún no disfrutan de las canonjías que nacen en los alrededores de esos despachos mullidos con aire acondicionado y secretarias por todos los lados. Los acontecimientos -a ellos me remito- me dan la razón. La felicidad del pueblo, que debería ser el último fin de quienes nos rigen, parece que les importa mucho menos que un rábano. Vamos a ver si estoy equivocada. Tras años de recortes, de subidas del IVA, eliminación de las pagas extras y de otras lindezas que asfixian al currante de a pie, ahora viene -como dice un humorista lúcido- la lluvia de jamones indiscriminada. Jamones para todos, podríamos haber titulado este artículo.

Anuncian a bombo y platillo la devolución de toda la parte que se pueda de la paga extra si las cosas siguen yendo igual de bien o incluso mejor. La frase esconde varios mensajes subliminales: el gobierno te cuida, vela por tu bienestar y, tan pronto le resulta posible con lo bien que lo está haciendo, devolverá a sus probos funcionarios el trozo de paga que le sea posible y que antes estuvo obligado a quitarles porque no le quedó más remedio.

El IRPF, ese impuesto directo que trae mártires a más de cuatro y de cuatrocientos mil, se va a rebajar y ya en este mes de julio tendremos más dinero en nuestro bolsillo con el punto o los dos puntos que nos van a dejar de sisar en los sueldos por nuestro trabajo. Esto no deja de ser un engañabobos porque si al final los tipos impositivos son los mismos, cuando haces la declaración de la renta te toca devolver lo que te ingresaron, pero no seamos críticos, que hay elecciones cerca y llueven jamones para todos.

Hay una ley que ha entrado en vigor casi mientras escribo esto, que tiene un tufo electoral difícil de disimular. La Ley de Seguridad Ciudadana que ha sido aprobada en el Parlamento y puesta a funcionar desoyendo las críticas de organismos europeos y de toda la oposición. El pueblo, que es sabio aunque a veces lo disimule, la ha bautizado de inmediato como «ley mordaza». Bonito nombre para un Estado libre y democrático.

¿Tan mal estaban las leyes anteriores que hay que sacarse de la manga deprisa y corriendo una, cuya vida va a durar lo que dure este Gobierno, o sea hasta diciembre? Esta diarrea legislativa, este hacer leyes sin buscar un consenso basado en la necesidad y la racionalidad de la norma -que conlleva su longevidad y no que sea una norma efímera como esta- hace que la ley esta nos disguste a todos y especialmente a los juristas. Tiene un tufo inevitable e indisimulable a la antigua ley de vagos y maleantes en la que, con el mero criterio gubernativo te caía encima un chaparrón de sanciones como para no moverse. No están los tiempos para eso. No se puede gobernar a golpe de emociones ni arrastrado por acontecimientos que no gustan al partido en el poder, hay que ser más serio y tener una mayor voluntad de pervivencia de las leyes. Estas no son parches ni soportes para situaciones incómodas gubernamentales y requieren de un consenso de las distintas fuerzas de manera inexcusable.

Si un señor se comporta de manera violenta en la calle, en su casa, en un espectáculo o donde sea, si vulnera derechos de los demás, si agrede, si causa daños, si comete un atentado contra un miembro de las fuerzas de seguridad, ya tenemos para eso un Código Penal y ya nos da el ordenamiento jurídico la posibilidad de reunir las pruebas que consideremos. ¿Hay que blindar a la policía de sus posibles excesos, es la policía infalible, prudente y razonable en todas sus actuaciones? Si un señor graba a la policía -es solo un ejemplo sacado de entre el articulado de esta mordaza legal- para luego atentar contra él, para dañarlo, para acosarlo en su domicilio, lo mismo que si graba a un juez o a un militar o a quien sea que vaya a ser objeto su agresión, ya tenemos un código penal para aplicárselo pero no inventen leyes en las que la Administración cae como una losa sobre el administrado, con sanciones desorbitadas y obligando a pleitear en el contencioso administrativo para deshacer entuertos.

Se prohíbe -de nuevo es solo un ejemplo sacado de entre el articulado- de forma genérica grabar o fotografiar a policías. ¿Cómo obtenemos pruebas en el caso -no digo que generalizado pero posible- de que un policía se exceda en sus atribuciones? ¿No son los parlamentos y el Senado sedes de la voluntad popular? ¿Cómo puede sancionarse el hecho de que el pueblo manifieste ante ellos su descontento?

He aquí una ley que durará poco. No ha sido capaz el legislador de buscar un equilibrio razonable entre libertad y seguridad, ese binomio que trae de cabeza desde hace siglos a todos los filósofos del Derecho, desde Kant hasta Bobbio y desde Bentham hasta Hart o Kelsen.