Regular la convivencia exige ciertas reglas, pero cuando hablamos de ámbitos públicos las reglas deben permitir que todo las personas se puedan expresar con libertad, siempre que se cumpla la tan manida frase de que la libertad de uno acaba donde empieza la de otro. Vivir en la cultura de la prohibición es vivir en el mundo de la imposición. La prohibición es contraria a la razón. El propio razonamiento es el que establece los límites entre lo adecuado y correcto, o lo impertinente y reprobable. La sociedad debería cuestionar la educación basada en la prohibición sistemática y apostar por una educación en valores capaz de dotar al ciudadano de una autorregulación de sus derechos y obligaciones.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte esas prohibiciones se han extendido sobre los ámbitos públicos. Éstos han empezado a configurarse a partir de una creciente tendencia a controlar y prohibir determinadas acciones dentro de ellos. En vez de apostar por la multifuncionalidad, por la potenciación de diferentes actividades, y por la creación de espacios donde todos los ciudadanos puedan reconocerse, independientemente de su edad, sexo o condición social, se apuesta por la prohibición de acciones. En vez de enseñar a un niño a cómo jugar a la pelota sin molestar, directamente se le prohíbe jugar. Es razonable que no se pueda jugar a la pelota molestando, pero también que cualquier juego supone alterar un entorno puro, siempre hasta un nivel razonable. Encontrar la justa medida entre lo uno y lo otro permitirá que ambas actividades puedan desarrollarse simultánea o alternativamente. Con ese mismo argumento de las molestias y los riesgos ¿qué ocurriría si para evitar accidentes de tráfico, en vez de enseñar a conducir y establecer unas reglas, prohibiéramos directamente el conducir? ¿Qué diríamos si prohibiéramos toda la música, la radio o la televisión para evitar molestar a los vecinos?

El espacio público es el espacio de socialización, el espacio del conflicto, entendiendo éste como un ámbito común en el que puede pasar cualquier cosa no prevista y en el que el ciudadano, ejerciendo su capacidad y libertar establece los límites de uso. Solamente si descubro un ámbito en el que encontrarme con mis diferentes podré evolucionar. Por eso, es tan importante buscar la multifuncionalidad de los espacios públicos.

Recientemente en Elda se ha abierto al público la reforma de una plaza emblemática de la ciudad, sobre la que gravitan muchos de sus acontecimientos sociales, por tanto, una plaza cuya principal vocación debería ser alcanzar la representatividad colectiva de los ciudadanos. La historia personal de un porcentaje muy elevado de los habitantes de Elda tiene, en algún momento de su vida, como referencia espacial esa Plaza de Castelar. Resulta llamativo que en un espacio de nueva transformación aparezcan carteles en los que directamente se prohíban actividades inherentes a esos espacios. Además de regular, vergonzosamente, el tipo de calzado femenino, se niega la posibilidad de jugar a la pelota, patinar, pasear con perros, que los niños mayores de 12 años anden solos y, se aconseja, que los niños menores de 12 estén en grupo o sean acompañados por un mayor, en este caso femenino además. Un cartel con 10 señales donde dos nos informan de los teléfonos de ayuda policial y sanitaria y el resto limitan usos, en positivo o negativo.

Detrás de todas estas prohibiciones solo cabe pensar dos justificaciones, la primera, más alarmante y contradictoria, es que el espacio público se reconoce como el espacio en el que el control oficial es más débil y la prohibición es la estrategia a seguir para desincentivar su uso. La segunda, es que para evitar responsabilidades económicas posteriores se prohíbe todo lo que pueda generar el más mínimo riesgo, olvidando que la vida en esencia consiste en gestionar los riesgos para poder realizarse como persona.

Una sociedad que no incentiva el uso masivo, continuado y diverso de todos sus espacios comunes públicos, es una sociedad condenada al individualismo y a la invasión de los ámbitos públicos por las actividades privadas, que en aras de la seguridad, asumen el control de las actividades individuales.