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El país dels valencians

Centenares de personas de la izquierda valenciana celebraron ayer la toma de posesión de Ximo Puig como Molt Honorable President de la Generalitat. En la corta distancia que media entre el Palau de Benicarló, sede de las Cortes Valencianas, y el de la Generalitat, el periodo de 20 años en que el PP ha gobernado la Comunidad Valenciana se condensó en apenas unos minutos. El tiempo que tardó una compacta multitud en la que caminaban apretujados, además de Puig, el expresidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, en recorrer el espacio existente entre las sedes del legislativo y del ejecutivo. La mayoría de los participantes en esa procesión laica lucían una sonrisa de oreja a oreja acompañada por un brillo en los ojos que denotaba más esperanza que ilusión. Son muchos los años transcurridos desde que el centroizquierda perdiera el poder, demasiadas las frustraciones y no poco el escepticismo después de tantas promesas incumplidas. Pero en el ánimo de jóvenes y veteranos electores de la izquierda, socialistas, valencianistas, podemitas, resonaban los versos de Raimon que Puig había recordado en su breve y emocionado discurso: «Cante les esperances i plore la poca fe».

En la intervención del nuevo presidente estuvieron presentes, además del cantante de Xàtiva, Jaume I, Francesc de Vinatea, Max Aub, Antonio Machado, Zapatero y sus maestros políticos Ernest Lluch, Joan Lerma y el que fuera alcalde de Morella, su ciudad, Paco Blasco. Y, por primera vez en un discurso presidencial, no se citó ni una sola vez, la denominación oficial de este territorio. De su boca no salió la expresión Comunidad Valenciana (solo un par de veces dijo Comunitat sin más), ni una referencia a las denominaciones provinciales que tan poco han hecho por unir esta tierra. Por una vez desaparecieron Alicante, Castellón y Valencia para dar paso a expresiones como «el vell poble valencià», «l'antic Regne de València», «el país dels valencians». Puig colocó el sustantivo por encima de los adjetivos, tan gratos a los que durante siglos, consciente o inconscientemente, han trabajado por evitar que los habitantes de un territorio que se extiende desde Vinaròs a Pilar de la Horadada tomaran conciencia de su personalidad.

El nuevo presidente necesita, como suele decir, «coser» el vell poble valencià para poder llevar adelante un proyecto capaz de dar respuestas a una realidad en la que existen 588.800 personas en el paro, uno de cada tres habitantes que malviven en la pobreza y 40.000 millones de deuda. Consecuencia de esta situación, Puig reclamó al ministro de Asuntos Exteriores José Manuel García Margallo, presente en el acto, que el Gobierno de España acabara con la discriminación y la marginalidad en que se encuentra la Comunidad Valenciana porque «no puede aguantar un día más». Margallo, muy diplomático, recogió el guante y, aunque echó la culpa a Zapatero de la actual situación, no pudo por menos de reconocer que Puig llevaba razón cuando dijo que «la lealtad entre españoles tiene que ser en los dos sentidos: de la Comunitat al resto de España, y del resto de España a la Comunitat». Puig resumió toda la filosofía de su discurso en un par de frases recogidas en el testamento de Jaume I: «Amar i protegir totes les persones i el poble. Fer regnar la justicia i vetlar perque els grans no oprimesquen els menuts».

Hubo mucho más, claro. Una dura condena a los atentados en Túnez, Francia y Kuwait. Tres expresidentes de la Generalitat en la tribuna de los invitados: Joan Lerma, Eduardo Zaplana y Francisco Camps y, en el hemiciclo, una exalcaldesa que no pudo disimular ni su dolor ni su rencor por el poder perdido y que solo aplaudió cuando Puig condenó a los terroristas. Ni una sola palmada de cortesía. Barberá todavía no ha digerido la derrota.

En la calle, una representación del «país dels valencians» celebraba la elección de un presidente que había prometido acabar con la división entre buenos y malos de los valencianos y comprometido en liquidar el maniqueísmo.

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