En pocos años ha tenido lugar un cambio extraordinario. De una hegemonía apabullante de la cultura y los estándares neoliberales, basada en la apoteosis del individualismo, el economicismo y el Fin de la Historia, hemos pasado a un escenario en que parecen brillar con luz propia los valores de solidaridad y de dignidad. Se podría decir que se está esbozando un relato global del que, hasta ahora, carecía el siglo XXI.

Se trata de un relato que compendia el de todas las personas, independientemente de su condición y del país en que se encuentren, que cobran conciencia de sus necesidades, de sus carencias, pero, sobre todo, de los factores (externos e internos) que les encadenan a un estado de postración, frente al cual se atreven ahora a levantar la cabeza. Qué papel ha jugado en todo ello la caída de los mitos que les mantenían hechizados, como el nacionalismo, la religión, las costumbres o los dictadores providenciales, es algo que está por dilucidar; como también queda sujeto a ponderación hasta qué punto el elemento tractor de esa conciencia colectiva en ascenso hay que atribuirlo a la imponente extensión de los procesos de intercomunicación que, a escala planetaria, se están desarrollando.

Los cambios en América Latina, las primaveras árabes, el despertar de África, los movimientos pro-derechos en China y en otras partes del mundo, la figura del Papa Bergoglio, pero también los movimientos sociales, ecológicos, feministas, que se extienden por los países centrales, semi-periféricos y más allá, todo ello forma parte, a distintos niveles y ritmos, del proceso que impulsa el nuevo relato al que me refiero.

Naturalmente, las resistencias y las reacciones ante estos avances son muy poderosas, a veces letales. En unos casos, movimientos que reclaman dignidad y derechos para los excluidos, como en Venezuela, degeneran en el exceso populista, el autoritarismo y la quiebra económica y social. En otros, reclamos de democracia y denuncias de corrupción, como en muchos países musulmanes, han recibido como respuesta la dictadura y el terror integrista.

Como en otros momentos de la Historia, las revoluciones culturales y políticas que traen consigo estos movimientos tienen más que ver con el hartazgo ante la opresión, la dominación y el control vital que imponen las distintas oligarquías, que al rechazo a un modelo concreto de explotación económica, aunque ambos aspectos estén ciertamente relacionados. De ahí que, en Europa, y en otros países donde son profundas las raíces del Estado de Derecho y existen fuertes estructuras democráticas y de provisión social, el nuevo relato no se configura como una lucha por la libertad, sino como una apuesta para cambiar, reformar o regular aquéllos condicionantes -tales como el enorme poder financiero acumulado- que amenazan con abrir brechas intolerables de desigualdad y que son capaces de condenar a sociedades enteras a un espacio sin horizonte y sin futuro.

Un relato nuevo requiere un lenguaje nuevo, herramientas por experimentar y soluciones creativas. Ni una sola de las experiencias del pasado, incluidas las que triunfaron en su momento para después declinar, están a disposición para encarar lo que viene, que es desconocido. Pero una cosa está clara: pese a las turbulencias del presente, el desorden creado por la crisis financiera, las regresiones fundamentalistas, las reacciones xenófobas, los golpes del yihadismo terrorista (que en estos días amenaza con extrema violencia a una guerra indiscriminada y sin cuartel), el control de los recursos, la pobreza y el hambre, el relato de los derechos y de la convivencia en democracia, se abre camino llenando con su impulso imparable el porvenir.