Del amor al odio hay muy poca distancia. Muchas veces no hay ni un solo paso. Quienes se manifestaban apasionados y cariñosos, quienes se comían con los ojos y con el resto del cuerpo, se hacían continuas caídas de ojos y se miraban como corderos degollados, quienes ponían en práctica el Ars amandi y el Remedia Amoris -aprendiendo latín si hacía falta- siguiendo desde la A hasta la Z los consejos del poeta latino. El amor, decía Ovidio, se debe regir por el arte, pero ese Arte de amar, que diría Eric Fromm, se torna con frecuencia por mil y un motivos -costumbre, desidia, aburrimiento, cuernos, mentiras, infidelidades, nuevas expectativas, afán de movilidad social, etcétera-, se torna con frecuencia, digo, en arte de torturar, arte de ofender, arte de dañar.

Cuando las cañas se vuelven lanzas, aquellos lugares por los que chorreaban ríos de leche y miel, donde todo eran poemas erótico-festivos y hasta Salomón en su sabiduría se quedaba corto, se torna lugares inhóspitos y preñados de agresividad. Cuando las cañas se vuelven lanzas, el desamor hace que lo que antes nos parecía una broma graciosísima, una ocurrencia genial, se nos antoje una horterada digna de serle aplicados seis años y un día por lo menos.

Entra dentro de la normalidad que una pareja, de las que se forman por su quinta, no esas parejas de conveniencia tardías -la morenaza cincuentona con el abogado del Estado sesentón ampliamente sobrepasado, la rubia de bote siliconada con el registrador con atraque y barco en Puerto Portals, la pelirroja sembrada de botox con el notario constructor con más sociedades que letras atesora en su apellido-. Es normal, digo, que las parejas por su quinta tengan hijos que hasta Rajoy nos exhorta a ello para poder hacer frente a la esquilmada caja de las pensiones. Los hijos son una bendición del cielo, eso he oído desde pequeña a mis padres, los hijos son la prolongación de tu personalidad, los hijos son quienes aseguran la supervivencia de tus apellidos y como decía Javier Krahe cuando cantaba en la Mandrágora, los que nos hacen inmortales gracias al cromosoma.

Hasta aquí todo perfecto. Hemos cantado al amor, al erotismo, a la pasión desatada, al desamor, al odio que acontece cuando los sentimientos se tornan ariscos y a los hijos que surgen fruto de ese amor volcánico que, muchas veces más pronto que tarde se vuelve furia más volcánica todavía.

Uno se enamora de una o viceversa. No hay hijos. Tal día hará un año y una inicia su nuevo camino con nuevos días de vino y rosas y? vuelta a empezar. ¿Hay hijos? Ya tenemos el problema creciendo muchas veces -para desgracia del niño fundamentalmente- de forma imparable y ciega.

Los abogados que llevan divorcios -bueno, hoy, con las crisis galopante que Rajoy se empeña en negar- llevan lo que nos caiga, desde un divorcio a un desahucio, desde una prevaricación a una propiedad industrial y desde un estupro a una estafa, que se quema uno las pestañas cada día estudiando. Quienes llevamos divorcios somos especialistas en lo que podríamos llamar «peleas post amorosas». Se pelean los que van a ser excónyuges por aquel cenicero comprado en el mercado de la paja en Florencia, por un jarrón «Kistch» al que no podían ni ver, por un disco de la Niña de los Peines que jamás pusieron y? se pelean arrojándose los hijos a la cabeza. Algunos dan apariencia de importarles los hijos cuando en realidad lo que impera es el tema económico y los menores serán utilizados como una herramienta para conseguir una posición ventajosa en esta materia.

He ahí el germen del llamado Síndrome de Alienación Parental -SAP para los entendidos-. Como todo síndrome es un conjunto de manifestaciones personales, familiares y sociales de clarísimo contenido patológico. Vamos a ser breves que tampoco hay que invadir territorios de otros profesionales ni cometer intrusismo aunque sea en un artículo escrito en INFORMACIÓN.

Se trata, en resumen y hablando en plata, de que un progenitor, generalmente el que tiene al niño con él, el que posee la guardia y custodia, manipula al niño, le pone verde al otro progenitor, lo pone en su contra y hace lo posible y lo imposible para que el chiquillo -profunda e intensamente aleccionado- no quiera tener visitas con él, tenga un mal concepto de él e incluso llegue a odiarlo. Definido hace treinta años por el profesor Richard Gardner crece y se multiplica en nuestros días por la descerebración de unos padres que, para hacerse daño entre sí, no dudan en hacerle daño a sus hijos ignorando, pasando por alto, importándoles un bledo el hecho de que todo niño necesita para su normal desarrollo psicosocial una figura paterna y una figura materna firmes, prestigiosas, potentes, acogedoras porque en ellas copia, incluso de manera inconsciente, muchos perfiles de su personalidad.

Denigrar al otro progenitor, impedir visitas, mercadear con ellas, denunciar falsa y persistentemente, programar al hijo para que odie al otro, no es una venganza contra el otro, es echar piedras sobre el tejado del hijo, piedras que muy difícilmente van a ser despejadas a lo largo de toda una vida y van a pesar como una losa en ella.