Cuando llegan las Hogueras y el solsticio de verano nos transporta al maravilloso mundo del fuego, que tiene su culmen en el día más grande de las fiestas de nuestra ciudad, cuando la palmera ilumina la urbe reflejando en un instante su espectacular enclave geográfico, con el monte Benacantil presidiendo la ciudad que mira con respeto y devoción la mar, y por un momento brillan las arenas de sus playas en plena noche, y los monumentos de cartón piedra se dejan querer por las llamas, sigo echando en falta a Alfonso. Son muchos años ya desde que esa maldita enfermedad se lo llevó, el mismo infernal bicho contra el que están luchando a brazo partido dos íntimos amigos, y que en atroz felonía pretende invadir a la mujer que yo quiero, ese hideputa no sabe que se mueve por territorio hostil.

Alfonso sigue vivo en mi cabeza, en mi corazón, en mi alma, en ese territorio irracional de nuestro cerebro en el que nuestros recuerdos, en bella incoherencia, ganan la partida al presente, confundiéndonos fugazmente en un dulce sopor en lo que la breve experiencia de lo irreal prima sobre el ortodoxo empirismo. Esta ciudad tan profundamente suya, tan arraigada en su corazón, tan acomodada a su personalidad, de la que creó un panteísmo local, en el que profesó y del que hizo proselitismo allá por donde fuera o estuviera, en cortés correspondencia sigue teniéndole presente, por una u otra causa, por algún motivo o razón. No hace mucho el amigo, antropólogo y ácrata, Manolo Oliver, siempre ligado a los carnavales, le recordó en un artículo como benefactor de aquellas fiestas. No mucho después sus compañeros los bomberos, y Valor, rotularon el nombre oficial del Parque de Bomberos de Alicante Ildefonso Prats Pérez, en acto de homenaje a su antiguo y añorado jefe.

Desde que accedió a la jefatura del parque de bomberos, a mediados de los ochenta, y como buen foguerer que era, se volcó si cabe todavía más en las fiestas de su tierra. Si no tenía bastante con formar parte del jurado que premia a hogueras y barracas, y su dedicación profesional en la seguridad de mascletás y cremá, tuvo tiempo para dar impulso e iniciar desde su cargo a lo que se le vino en denominar la banyà. Costumbre que comenzó como un reto de los más jóvenes hacia los bomberos, que controlaban con sus mangueras que el fuego no fuera más allá del círculo de seguridad de los monumentos, y a voz en cuello les conminaban a que desviaran el chorro de agua hacia donde se encontraban. Si en un principio los insultos en pareado para llamar la atención de los bomberos, pudieron entenderse como menosprecio a sus personas, pronto todos vieron que no eran más que parte del bullicio propio de una noche de juerga que acababa tras el calor sofocante de la cercanía de la hoguera con el refrescante baño que al final era rematado con aplausos y vítores para los profesionales.

La banyà, comenzó su andadura hace unos cuarenta años, como bien dice un spot publicitario de una marca conocida de cerveza, de la mano de Alfonso y unos bomberos que integrados por un instante en la fiesta, no dejaban de dominar al fuego. La provocación es algo consustancial con la banyà, está bien iniciativas que intenten introducir cánticos menos molestos para ciertos oídos castos, pero el hostigamiento verbal de esa noche pasa por los oídos sordos de los bomberos que ni entonces ni ahora ven insultos donde no hay más que parranda, jolgorio y alboroto de una batahola juvenil en un final de fiestas en que tras la cremà, la banyà toma el relevo y el protagonismo del agónico desenlace de las Hogueras en la noche de San Juan. La manga riega que aquí no llega, si llegaría me mojaría.