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Crónicas precarias

El perfumero ofendido y otros cuentos de terror

Os habéis enterado del penúltimo escándalo patrio? Resulta que la Asociación de Perfumería y Cosmética ha enviado una carta de protesta al PP porque desde Moncloa se dijo que los cambios en el Gobierno anunciados por Rajoy no iban a ser «cosméticos». Según este colectivo la expresión parece indicar que la cosmética es «poco importante y nada profunda» y desdeña los cientos de puestos de trabajo que crea el sector. ¿Cómo se os queda el cuerpo? Yo llevo varias noches sin dormir.

Este episodio podría ser una anécdota más de la anonadante vida pública, pero tras una semana de histeria mediática y política a costa de la libertad de expresión y los tuits de Guillermo Zapata, creo que el affaire perfumero nos sirve para ilustrar el nivel de susceptibilidad y paranoia al que hemos llegado.

Sobrevivimos en una sociedad neurótica que entra en combustión espontánea por asuntos superficiales mientras ignora otros mucho más trascendentes y dañinos. Y todo ello con una facilidad pasmosa. Llevamos dentro a un hipócrita mojigato dispuesto a ofenderse por el tema que esté moda en ese momento, pero incapaz de mover un dedo por mejorar la realidad que le rodea. Dejarnos arrastrar por las trompetas apocalípticas de los que ven peligrar sus intereses nos transforma en una jauría enloquecida. Y así vamos.

Además, presentamos serios problemas de compresión lectora. Porque creo recordar que en algún momento de nuestra formación básica aprendemos a distinguir entre un chiste, por muy apestoso, desafortunado e hiriente que sea, y una opinión. Te puede asquear el chiste, pero no es lo mismo. Igual que no es lo mismo meter la pata siendo un cargo público que siendo un ciudadano anónimo. Es cierto que el humor es valiente cuando ataca al opresor y puede resultar cruel cuando se ceba con el oprimido, pero ese es otro tema. También tocaría pegar un repasito a los apuntes de desobediencia civil, que los tenemos un poco olvidados y nos escandalizamos por protestas a favor de la laicidad en las instituciones públicas como si estuviéramos en 1923.

Obsesionados con la inmediatez, repetimos cual papagayos (mi respeto a estas aves y a sus dueños, por favor no me demandéis) las cuatro consignas que tocan cada semana. La opinión pública debe vivir continuamente al borde del colapso nervioso. Se imponen la cacería y la crispación. Queremos sangre y la queremos ahora. Además, los matices y los claroscuros no gustan a los guardianes de la limpieza moral. O haces horas extra en su trinchera biempensante o ya te puedes preparar para ser señalado como quintaesencia del mal. ¡Condena esto! ¡Condena lo otro! ¡No lo estás condenando con suficiente convicción! Conviene tener siempre a mano las antorchas para sumarnos a las hordas que braman enfurecidas.

Por cierto, el pasado 15 de junio fue el Día por el Cierre de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), campos de concentración del siglo XXI cuya existencia permitimos en nuestras propias ciudades. No trascendió mucho porque estábamos debatiendo sobre los límites del humor y el racismo. Y claro, recluir a inmigrantes en recintos en los que se vulneran sistemáticamente los Derechos Humanos no tiene nada que ver con el racismo. Supongo que cuando dentro de 50 años alguien haga un chiste sobre esos agujeros indignos podremos rasgarnos las vestiduras a gusto. Hasta entonces, todo correcto.

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