El feminismo (incluso cuando no se le daba ese nombre) desveló la existencia del patriarcado. Eso que coloquialmente y para abreviar solemos denominar machismo. El patriarcado es un sistema jerárquico de relaciones de poder entre mujeres y hombres que sitúa a éstos en una posición de dominación y a nosotras en la de subordinación mediante la construcción cultural, a partir del sexo biológico, de las normatividades de género (masculina y femenina). En otras palabras, dicta de forma distinta y opuesta cómo deben ser y comportarse los hombres y las mujeres, qué tareas corresponden a unos y a otras y, consecuentemente, qué espacios son los apropiados para unos y otras. De esa forma, todo lo que socialmente identificamos como posiciones de poder se corresponden con la normatividad masculina, mientras el no-poder corresponde a la normatividad femenina. Y para que eso no se desmonte, cuenta con potentes recursos legitimadores, entre los que ocupa un lugar destacado el de la naturalización. No hay nada que se convierta en más inamovible que lo que consideramos «natural». Así que, cuanto antes interioricemos este sistema, mucho mejor para su pervivencia. De ahí que la socialización patriarcal comience incluso antes del nacimiento, con el rosa y el azul. Llevamos dentro todo el software patriarcal. El software feminista es el adecuado para desmontar esas normatividades genéricas que sostienen las relaciones asimétricas de poder. La cuestión es si lo queremos cambiar y si sabemos manejarlo. Creo que continuamente estamos aprendiendo, como en todo. Y a veces cometemos fallos y entonces, sin darnos cuenta, echamos mano del software antiguo para hacer funcionar el nuevo. A mí, que creo que llevo instalado el software feminista, me pasa constantemente, aunque permanezca siempre alerta. La última fue en el artículo del pasado domingo.

Basándome en una sola fuente, puse en boca de Mónica Oltra unas palabras sin añadir otras que había dicho para reivindicar no sólo la presencia de más mujeres en política y en puestos relevantes, sino que, además, sean feministas. Cargar las tintas contra las mujeres, como Mónica Oltra u otras, que se han abierto paso en un espacio de poder que el patriarcado nos niega afirmando que no son feministas no es muy feminista por mi parte porque no hago lo mismo con los hombres. Quizá es que me duele más (sobre todo cuando compartimos el espacio ideológico de la izquierda). Por eso criticamos con mayor ferocidad, por ejemplo, a una jueza que a un juez cuando se trata de resoluciones dictadas en casos de violencia machista. La crítica desde una perspectiva feminista, necesaria y legítima, ha de estar basada en actuaciones, sin exigir más por el hecho de ser mujeres quienes las llevan a cabo. Cuando caemos en ello hay que exorcizar al patriarca que llevamos dentro.