Casi dos semanas de incertidumbre. Eso define el lapso trascurrido desde la noche de las Elecciones Municipales y Autonómicas. Incertidumbre es enfado, desconfianza, ira a veces, resignación otras. Incertidumbre es novedad. Novedad porque la sociedad valenciana y española habían perdido la afición por la complejidad que supone la ausencia de generalizadas mayorías absolutas, tan relacionadas con el bipartidismo. Que el bipartidismo haya desaparecido el 24 de mayo, o que haya mutado, es asunto en el que ahora no entraré, pero lo que es evidente es que la crisis del modelo conocido es lo que arrastra las actuales sensaciones. Por supuesto la sociedad no puede discriminar -mal que les pese a esa curiosa gente que sabe siempre lo que quiere «el pueblo»- entre los deseos y las dificultades de los medios para alcanzarlos. Es más: podemos afirmar sin grave riesgo de equivocarnos que abundan los dispuestos a querer que se hagan tortillas sin romper huevos. Solo que, como no es posible, la incertidumbre se traslada a los culpables habituales, esto es, a los políticos, esos pésimos cocineros que no saben hacer tortillas con huevos enteros y ahorrando en aceite. Bien está y que todo fuera eso.

Lo digo porque mi teléfono arde de consejos y consejeros, las radios se encienden solas para transmitir el mensaje de la impaciencia, del que a ver qué pasa que no se ponen de acuerdo, y las tertulias televisivas alcanzan niveles estéticos de tragedia entre los augurios de hundimiento de un mundo no regido por el PP y la bonancible creencia en una naturaleza humana que brillará infinitamente en cuanto las convergencias populares hayan alcanzado sus últimos objetivos. Luego está la mesa de negociación concreta, su arte o su desgaire. Pero de eso hablaré otra semana.

La incertidumbre misma quiere y no quiere o quiere y no puede. Transparencia heroica claman unos, acuerdo humilde y pragmático otros, aunque se alcance en reboticas penumbrosas. Y todos tienen razón. Faltaría más. Para eso estamos. Lo que es evidente es que, valgan para el caso Alicante, València o la Generalitat, hace cuatro años un señor o una señora contaban los votos, insultaban un poco a la oposición, recibían la felicitación de un amiguito del alma y designaban a sus concejales, ministros y cosas así. Y aquí paz y después gloria. Era así de fácil y los ciudadanos permanecían anestesiados unos, enfadados los otros. Pero no había incertidumbre, ni prisas. Más rápido, imposible. Los huevos de la tortilla no había que romperlos: se conservaban como un símbolo de valor infinito. Pero, ay, eso es lo que nos ha traído aquí: a la rabia, a las jetas de imbéciles que se les fueron poniendo a algunos, a las celdas o a los banquillos, al desarraigo de la misma democracia, Dios no la tenga en su Gloria, sino aquí; aquí, como pan nuestro de cada día, aunque no nos queden fuerzas para perdonar a los deudores. O sea: que o eso o la incertidumbre del pacto. Susto o muerte. Pacto, afortunadamente pacto ha elegido el pueblo, que eso sí se sabe mirando los resultados electorales.

Y con el pacto, para muchos, el «cambio». Y cambio por aquí, y cambio por allá. Y todos saben lo que hay que cambiar. Y no digamos a los que se les ha revelado la esencia misma de la «nueva política». No he conseguido, no obstante, encontrar definiciones precisas de la novedad, aunque vamos entendiéndonos sobre lo que no queremos repetir. Por algo hay que empezar. Y a eso voy. El pacto entre similares pero diferentes es un primer paso para no repetir salvajadas de las que estamos más que hartos. Pero no es suficiente. O sea: que los que creyeron que el «cambio» eran unos resultados, los que concibieron las urnas como paritorios y la fiesta de una noche como emblema definitivo, han pecado de optimismo. Mejor pecar de eso que de pesimistas, pero tampoco han de quedarse sin penitencia. El cambio ni es, ni puede, ni debe ser una «cosa», sino un «proceso». Un proceso que empieza ahora. Cuando menos ingenuidad haya por medio casi mejor, que el camino va a ser largo y lleno de aventuras y de conocimiento, que diría el poeta admirando a Ulises. Simplificando: una paliza de tres pares de narices, agotadora, incierta.

Y enfrente las fauces del dragón. La primera dentellada la da el peso de la inercia: los que quieren acuerdos como si con acuerdos se pudiera gobernar como con una mayoría absoluta. La segunda la darán medios de comunicación, educados en el principio sacrosanto de que la noticia es que una bota se coma una rata y no que una rata se coma una bota, cuando aquí van a pasar meses hasta que nos hayamos acostumbrado a la bota y hayamos saneado de ratas las sentinas que nos fueron legadas; meses de preparación, símbolos y poca sustancia. La tercera será la derivada de que en 20 años de gobiernos del PP se han tejido potentísimas redes que ahora defenderán sus privilegios, y esos mismos privilegios les otorgan recursos nada desdeñables. La cuarta, en fin, la darán la miríada de ciudadanos de buena fe que espera con ansia los gobiernos del pacto y del cambio, pero que no se van a interesar por la complejidad de su ciudad o Comunidad, sino a preguntar y alzar legítimamente la voz con un «¡¿qué hay de lo mío?!»; y como de lo suyo casi seguro que no hay nada en unas cuantas semanas, o meses, no quiero ni imaginar la que se va a liar.

Alcalde, concejal o conseller habrá que esperará los preceptivos 100 días de indulgencia. ¡Ja! Eso quedó para otros tiempos. Ahora los voceros del cambio hemos debido sembrar, con la pluralidad, la audacia de la esperanza, que es algo más que la prudencia de la alternancia. No había otra. Y los oídos que escucharon el clarín de la esperanza no están acostumbrados a esperar. O no pueden esperar más. El tiempo que pido será el tiempo necesario para volver a equilibrar la prudencia y la audacia en una nueva fórmula. Así que no hay otra: arremangarse, aguantar con estoicismo proverbial las navajas afiladas y, como es mi caso, exclamar: ¡qué gusto, por fin política de verdad! Aunque reconozco que para estas cosas yo soy un poco raro.