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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

Esto no es normal

Aunque resulte duro admitirlo en medio del mosqueo general de miles de votantes progresistas, hay que subrayar que los diferentes representantes de la izquierda valenciana están actuando como unos políticos normales. Su incapacidad para llegar a un acuerdo sobre la Generalitat es una consecuencia más de esa extraña normalidad política que venimos soportando desde hace décadas y que nos ha legado una realidad triste e incontestable: los partidos son entes autónomos, desconectados de la realidad, que se dedican a luchar entre ellos para acumular la mayor cantidad posible de poder, sin tener en cuenta los problemas de la ciudadanía.

A lo largo de este infumable proceso de negociación, el PSPV, Compromís y Podemos están ajustándose estrictamente a este decepcionante guión, en el que la lucha por los cargos ocupa todo el espacio de debate, reduciendo las cuestiones programáticas y los planes para recuperar el país a un vergonzante y casi invisible segundo plano. Los de Ximo Puig defienden como innegociable la Presidencia de la Generalitat, sustentados por la aritmética parlamentaria y por la certeza de que cualquier otra solución situaría al socialismo valenciano ante una condena a la desaparición. Los de Mónica Oltra intentan aprovechar la inercia de unos magníficos resultados electorales para pasar por encima de los principios más básicos del fair play político y llegar a la meta como vencedores utilizando todo tipo de atajos ventajistas. Los de Antonio Montiel actúan exclusivamente en clave nacional y para ellos la Comunitat Valenciana es un mero trampolín para impulsar la carrera de su líder Pablo Iglesias. Todos parecen moverse guiados por intereses estrictamente partidarios y nadie está dispuesto a dar un paso atrás, aunque con esta actitud se corra el riesgo de apagar las esperanzas de los miles de valencianos que se expresaron claramente a favor de un cambio.

Los dirigentes del progresismo valenciano están cometiendo un inmenso error: actuar como políticos normales en un territorio autonómico, que ya hace muchos años que perdió el último resto de normalidad. Sus peleas, sus bravatas, sus teatrales gestos de indignación y sus estruendosos intercambios de amenazas serían justificables en un país que no tuviera la negrísima biografía política de la Comunitat Valenciana, pero resultan escandalosos en una autonomía que vive en verdadero estado de emergencia, tras soportar durante años la peste de la corrupción, la ruina provocada por el desgobierno y el recorte sistemático de sus servicios públicos más básicos. Aunque habitualmente se acepta como una parte más del juego político, el postureo es un lujo que en estos tiempos no pueden permitirse los representantes de la izquierda valenciana.

Mientras averiguamos si estos desencuentros políticos son producto de la pura estrategia o de la existencia de diferencias realmente irreconciliables, hay una cosa que está diametralmente clara: cada día que pasa sin que se produzca el ansiado pacto, crece entre los votantes de izquierdas el sentimiento de frustración, la sensación terrible de que se habían depositado grandes expectativas en una gente que no estaba preparada para administrar este inmenso caudal de ilusión colectiva. Aunque este escenario político era anunciado por todas las encuestas, nadie se tomó la molestia de prevenir esta situación y se cumplen dos semanas del 24M en un ambiente de división con el que los dirigentes de los partidos progresistas parecen empeñados en darle la razón a esa derecha agorera, que convierte la palabra tripartito en sinónimo de barullo y de desorden.

El estado de cabreo crece entre los ciudadanos que apostaron por un vuelco político en la Comunitat Valenciana. Es una reacción lógica y comprensible. Llevaban años prometiéndonos la llegada de la nueva política y ahora nos ofrecen una ración extra de la vieja política de toda la vida con su correspondiente guarnición de mezquindades, de personalismos y de triquiñuelas. No se sabe exactamente cómo acabará esta complicada legislatura autonómica, pero lo que resulta innegable es que no ha podido empezar peor.

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