Los resultados del 24-M han confirmado que las líneas de fractura que coincidían con la separación entre derecha e izquierda se han desplazado hacia el interior de los protagonistas del antiguo bipartidismo: la derecha y la izquierda de la transición se han fraccionado en una nueva centro-derecha y en una nueva izquierda cuyo rasgo común es precisamente lo juvenil.

En ese sentido y aunque precipitado por la crisis, el cambio de escenario político en nuestro país es relevante y supone cambios tanto para el conservadurismo como para el progresismo español. No obstante hay diferencias entre ambos. La primera que cabe apreciar es que lo juvenil de la derecha genera un nuevo centro comprometido con el marco institucional y capaz de pactar en todas direcciones, mientras que lo juvenil de la izquierda suscita una izquierda más radical, de lealtades institucionales mucho más inciertas, con perfiles antisistema y que repudia cualquier relación con el conservadurismo español y su tradición cultural.

En segundo lugar, si bien es cierto que el PP ha sufrido el mayor retroceso, éste no supone un cambio decisivo en su posición simplemente incomodada por el nuevo vecino, mientras que para el PSOE la menor caída de votos implica cambios críticos: por primera vez en la actual democracia no es el partido hegemónico de la izquierda española en capitales señeras del país. Esa derrota no siempre vaticina otras, tal como pretende Podemos, pero sin duda deja en precario el liderazgo nacional de una formación política que lo ha poseído inapelablemente desde la transición. Ahí se ha abierto un frente nuevo que en la banda derecha parece más apaciguado.

En tercer lugar y aunque en su posición de predominio en la izquierda el PSOE parece haber sufrido más que el PP en la derecha, en su conjunto el panorama político español parece haberse desplazado hacia la izquierda, convirtiendo al socialismo en un nuevo centro izquierda moderado con un papel arbitral que no solo le dará mayor poder efectivo, sino que termina por desplazar de esa zona aún más al partido conservador. Así que, aunque disminuido y discutido, la posición relativa del socialismo incluso parece haber mejorado respecto a la de su rival de la derecha.

Sin embargo, y en cuarto lugar, la situación no es buena para ninguno de los antiguos partidos, pues ambos casi sin moverse han resultado apartados de las direcciones dominantes en sus respectivos campos ideológicos y sociales. Es posible que la moderación de la crisis atempere también esa desubicación, pero está por ver qué y cuánto vuelve a ser como era. La crisis que para su gestión produjo un desplazamiento masivo de voto hacia el tecnocratismo conservador, para su resolución ha suscitado una multiplicación de agentes que surgen en buena medida del castigo a la izquierda y la derecha de la transición, y que ha dado lugar a un cambio de escenario y tal vez también de periodo político en nuestra democracia.

Esa multiplicación de agentes tiene seguramente un catalizador moral y otro tecnológico, ambos potenciados pero no creados por la crisis. El primero de ellos es la desconfianza hacia el partido conservador por la escandalosa infiltración en sus gobiernos autonómicos y locales de una corrupción que parece más sistémica que ocasional, y que, como tampoco deja bien parado al socialismo español, supone uno de los más graves problemas en nuestra reciente tradición democrática. Y desconfianza hacia el socialismo por sus compromisos y cesiones surgidas en unos casos de los consensos constitucionales, y en otros de nuestra presencia en la Unión Europea, y que no solo se han convertido en objeto de vilipendio desde buena parte de la nueva izquierda radicalizada por la crisis, sino que parece convencer a sus víctimas.

Esa desconfianza, que se ha expandido hasta incluir a las instituciones políticas gobernadas por tales formaciones -y que se extiende también a sus relaciones con los agentes económicos y sus intereses-, supone tal vez la línea de fractura más profunda en términos sociopolíticos, y que el sistema político no ha sabido gestionar ni disminuir desde la decepción que supuso la primera avalancha de corruptelas que siguió a la victoria socialista del 82.

Y con esa línea de fractura de naturaleza moral confluye una nueva línea de colisión de carácter cultural aunque con base tecnológica: la crisis de las mediaciones institucionales y de la representación política misma en favor de la inmediatez y espontaneidad de la comunicación internaútica a un tiempo privada, simultánea y masiva. Esta nueva línea de fractura da lugar a avalanchas por condensación de muchedumbres informales que el PSOE fue capaz de canalizar en el 2004 pero que le han desbordado desde entonces.

Todo lo anterior se produce en el contexto de un movimiento histórico que afecta a nuestra sociedad desde hace ya casi cincuenta años: el escenario político y cultural se desplaza continuamente hacia la izquierda, de manera que incluso cuando gobiernan los partidos conservadores, lo hacen cada vez desde posiciones más progresistas cuya revocación se les hace socialmente irreversible, y eso en los pocos casos que lo pretenden. Es posible incluso que se generen nuevas y amplias mayorías de perfil conservador, pero no serán más que caminantes en dirección contraria al iceberg por el que deambulan.

A mi juicio, el núcleo de ese desplazamiento es la consideración predominante entre nosotros del Estado como suministrador de servicios y garante de derechos. La cultura política española es en su conjunto estatalista. Y en ese punto y pese a sus diferencias coinciden tanto la izquierda como la derecha española -por su ascendencia franquista-. La reacción al recorte de servicios a causa de la gestión económica de la crisis, no ha hecho más que mostrar hasta qué punto resulta inaceptable una perdida relativa del bienestar soportado por servicios públicos que atienden derechos cada vez más amplificados.