La concesión del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades de este año al filósofo Emilio Lledó es probablemente una de las mejores noticias culturales del año porque no sólo se premia a un reconocido intelectual de larga trayectoria en la defensa de la cultura y de la necesidad de su presencia en la sociedad española, sino sobre todo, a uno de los más altos referentes morales y éticos de los últimos cincuenta años. Gracias a sus libros que llevamos más de veinte años leyendo , a sus conferencias que se pueden ver en internet y a sus entrevistas en radios y televisiones, las reflexiones de Lledó, catedrático de Historia de la Filosofía, nos han servido para conocer lo mejor y lo peor de la sociedad que hemos creado, pero también los posibles caminos a seguir para obtener ese derecho a la felicidad que Lledó quiere que consigamos y que supone uno de los pilares de su pensamiento.

Cuenta Juan Cruz en su libro Egos Revueltos ( Tusquets Editores, 2010) que Emilio Lledó era uno de esos profesores que cuando explicaba su asignatura parecía estar hablando desde un mundo en el que era inmensamente feliz. «Era fantástico escucharle, como si nos hiciera volar entre las rocas, y él volaba». Recuerdo que una de las primeras lecturas que hice de Lledó fue su conocido libro El epicureísmo (1984). Fue en una solitaria playa de invierno de principios de los noventa y me pareció que uno de los fines de la vida debía ser tratar de ser feliz y de aprender todo lo posible pero sin tener la necesidad de demostrarlo a los demás. Veía a mi alrededor, en las clases de la Facultad de Derecho, personas con grandes expedientes académicos que no sabían salir de las leyes procesales o del Código Penal y a las que jamás sorprendí con un libro en las manos que no fuera un manual de alguna asignatura.

Frente a la invitación a la desmemoria con que la sociedad contemporánea y de consumo trata de atraparnos en un olvido de nuestra historia colectiva, de los que fuimos y seremos, Lledó reflexiona en su libro El surco del tiempo (Crítica, 1992) acerca de la escritura como un fármaco de la memoria, es decir, como la necesidad de ampliar nuestra consciencia más allá de nuestras vidas y el tiempo en el que se realizan, como si el hombre necesitase recordar cada segundo que le sostiene dando a la memoria el valor que se merece. Pero, ¿qué es la memoria? No sólo una facultad que almacena informaciones, nos dice Lledó, sino también aquello que constituye, crea y estructura la esencia de la historia y por tanto la historia personal de cada uno de nosotros.

En sus libros, Emilio Lledó recupera constantemente la filosofía de los clásicos griegos y nos recuerda que ser sabio en la antigua Grecia significaba superar el horizonte inmediato que la vida nos da, ser capaz de independizarnos del mundo para dominarlo, siendo imprescindible para ello utilizar la capacidad de independencia y de interpretación que la escritura nos otorga. Así, en El silencio de la escritura (1991) regresa una y otra vez al estudio del espíritu humano desde la perspectiva del estudio de la historia, de la tradición escrita y de la memoria en una necesaria búsqueda del lógos.

Fue Lledó en su etapa de profesor universitario un rara avis. Recuerda Juan Cruz que en sus exámenes orales preguntaba sobre filosofía pero se podía responder sobre literatura o física porque lo que buscaba Lledó no era alumnos papagayos que recitasen el temario, sino que el alumno demostrase que era capaz de asociar imágenes, palabras y conceptos relacionándolos entre sí. Qué diferente, pensamos nosotros, de esas universidades privadas que se publicitan hablando de las grandes posibilidades de encontrar trabajo si nos matriculamos en ellas, mientras nos muestran fotografías de pistas de pádel. ¿Y la importancia de la ética o la moral? ¿Y la necesidad de señalar la importancia de la cultura?

No puede uno dejar de pensar en la universidad que conoció hace más de veinte años, con aquellos profesores que en numerosos casos dejaban bien claro desde el primer día de clase el hastío que les provocábamos los alumnos y que subrayaban la importancia de saberse el manual de memoria, sin dejar ningún espacio para la reflexión, sin ni siquiera intentarlo. De aquellos años he olvidado casi todas las clases y a casi todos aquellos compañeros y compañeras de curso interesados en terminar cuanto antes sus estudios universitarios sin hacer preguntas. Sin embargo, recuerdo, como si fuera ayer, la lectura en una solitaria playa del libro de Lledó en el que explicaba la filosofía de Epicúreo. Y aunque sabía que la promesa de un futuro mejor se encontraba en las aulas de la facultad en la que repetir de memoria un texto era la solución para todo, aquel invierno de hace más de veinte años yo intuía que la vida se encontraba en las páginas de aquel libro y en aquella playa solitaria, y yo había elegido la vida.