En torno a los años noventa la idea de «líneas de fractura» fue aplicada a los cambios geopolíticos del mundo para ilustrar el final de la guerra fría y su sustitución por el «choque entre civilizaciones» (Huntington). Antes todavía, por «líneas de fractura» se entendía en medicina el recorrido descrito por una fisura a lo largo de un hueso o de un diente. Y en el cálculo o diseño de estructuras las líneas de fractura señalan los lugares más vulnerables o expuestos a un colapso estructural.

Sin embargo, como metáfora geopolítica las líneas de fractura no señalan solo debilidades sino también líneas de colisión y pretenden ensayar una cierta sismología predictiva de los conflictos mundiales. Pues bien, eso mismo se puede hacer con los países y así tener una cierta perspectiva sobre los cambios sociales y políticos. Por ejemplo, la línea entre catolicismo e ideologías marxistas fue en España durante los años de la primera y de la segunda república una línea de fractura social incluso más decisiva que la división entre monárquicos y republicanos y que más tarde se desvaneció.

De hecho las tres grandes líneas de fractura que estremecieron la segunda república siguieron siéndolo durante la transición democrática si bien con cambios relevantes y una sismografía tolerable (con la única excepción del terrorismo de ETA): derechas-izquierdas, catolicismo-laicismo y nacionalismo estatal o nacionalismos periféricos. Sin embargo, a las anteriores se sumó una división característica de aquellos años posteriores a los sesenta ya con una considerable población universitaria: la línea de ruptura intergeneracional entre padres adultos e hijos jóvenes. Si entre la generación de los padres abundaban los conservadores, católicos y nacionalistas españoles, entre la de los hijos predominaban el progresismo laicista y las simpatías con los nacionalismos enfrentados al régimen de Franco. Cualquiera que recuerde cómo en las facultades de Madrid se coreaban canciones en catalán, o cómo los partidos de izquierdas apoyaron la integración de Navarra en Euzkadi, reconocerá que la línea de fractura intergeneracional aglutinó durante los 70 y parte de los 80 el resto de las oposiciones heredadas de la turbulenta historia del siglo XX español.

Seguramente ese mapa de las fallas ideológicas y de sus zonas de colisión ha estado debajo del mapa español de partidos y ha soportado durante estos años las bases del bipartidismo predominante y los pivotes nacionalistas. Y seguramente son los desplazamientos de esas líneas de fractura movilizadas en gran parte por la crisis las que están modificando o pueden modificar el escenario político.

Por ejemplo, la frustrada ley del aborto del ministro Gallardón ha dejado ver que la línea de colisión entre catolicismo y laicismo ya no coincide con la que separaba a derechas e izquierdas y se ha convertido en una línea de ruptura interior en el PP. Así se ha hecho visible no solo la aparición de una derecha laicista sino también la disminución relativa del catolicismo como posición social. Se trata, desde luego, de una novedad sustancial en el paisaje social español característico del XIX y el XX. Es posible, pues, que en adelante esa sea una línea de conflictos crecientes en el conservadurismo español y, tal vez, la línea de fractura para la aparición de opciones políticas hasta ahora desconocidas como la opción de Vox por un lado, o la más emergente de Ciudadanos por el otro.

Incluso en el nacionalismo catalán conservador puede apreciarse ese mismo fenómeno entre los democratacristianos de Unió por un lado y los convergentes por el otro. Pero de forma más determinante para el mapa político español, la línea de fractura entre nacionalismo estatal y nacionalismos periféricos ha dejado de afectar solo a la derecha, y se ha internalizado también en la izquierda, que parece fragmentarse territorialmente. De ahí la resurrección del federalismo para zurcir unas tensiones que no solo han desgarrado al socialismo catalán y vasco, sino que han consumado la separación de los espacios políticos de Cataluña y Euzkadi con el engrosamiento del independentismo de Esquerra y de Bildu.

El descontento con las políticas de austeridad del Eurogrupo ha resucitado la línea de colisión entre europeístas y españolistas («patriotas» dice Pablo Iglesias) interiorizándola en una izquierda que por momentos parece debatirse entre el casticismo de las posiciones tradicionalistas y el europeísmo de las liberales del XIX. Por otra parte, resulta difícil entender el enfrentamiento entre Izquierda Unida y Podemos sin considerar que la línea de ruptura generacional se ha internado en la izquierda radical hasta fracturarla. Y algo de ese estilo ha reivindicado Ciudadanos: la juventud como bandera.

Incluso el PSOE profesa una aspiración de complicidad con lo juvenil que no solo se hizo visible en la desconcertada complacencia ante las acampadas de los indignados, sino que parece producirle una inmunodeficiencia argumental ante las proclamas de radicalismos juveniles que, por otra parte, ya no consigue aglutinar. De fondo discurre seguramente la remota sustitución de las ideologías de clase por la juventud como sujeto social del progresismo ideológico que llega desde el 68 hasta los inicios del XXI, y que ha convertido en conservadores a todos los partidos o candidatos no juveniles.

Pero entre todas ellas, de producirse la más decisiva sería la brecha abierta entre ciudadanía e instituciones políticas democráticas cuya profundidad se anunciaba abismal, y que desbordaría las meras oposiciones partidarias pues tendría más bien naturaleza estructural. Semejante brecha vendría a sustituir a la otra gran sima estructural que cruzó todo el siglo XIX y buena parte del XX: la división entre clases. En tal caso daría forma ciertamente a un tiempo político nuevo. De momento y entre nosotros está por ver su profundidad y si con ella y en torno al 78 confluyen fisuras como la generacional y la nacionalista.

Ninguna perspectiva social agota la comprensión de los procesos históricos, pero ésta de las líneas de colisión ayuda a evitar que, como decía Ortega, no saber lo que nos pasa forme parte de lo que nos pasa.