Le conocí hace casi veinte años en la Universidad de Alicante. A los dos nos llamaron entonces del Departamento de Sociología II para trabajar. Habíamos ganado sendas plazas y teníamos que empezar a dar clases en publicidad. Para ambos, resultaba todo nuevo. Uno y otra (más yo que él, para no faltar a la verdad) éramos jovenzuelos, inexpertos?y muy, muy distintos. Él aterrizaba desde la profesión: llevaba años trabajando como creativo en varias agencias importantes de publicidad, vestía de lino blanco y llevaba coleta. Yo llegaba de la «academia»: acababa de leer la tesis en otra universidad, lucía melenita y no me quitaba el traje de chaqueta. A él le gustaba la comunicación comercial: explicaba «insights», agrado, tácticas y estrategias. A mí me entusiasmaba el periodismo: trabajaba en opinión pública, teorías y agendas. Él era, entonces ya, introvertido, tremendamente irónico y agudo; yo, si cabe, más extrovertida e ingenua que en la actualidad. Su sentido del humor y mi empirismo no casaban: pero hubo algo de imán en nuestra profunda divergencia?y congeniamos a la primera. En poco tiempo, se consolidó nuestra amistad.

Corría 1999 cuando, un día, me dejó en la taquilla de mi trabajo la fotocopia de una «Carta al director» por la que El País le acababa de de premiar. Se titulaba «La punta de mis zapatos». Era un texto delicioso, repleto de poética de la cotidianidad, en el que explicaba su implicación emocional con un elemento para la mayoría de los mortales insignificante. Al parecer, su apego le venía desde pequeño: había sido un niño extremadamente tímido e introvertido al que le costaba relacionarse con los demás. Preocupada por su aislamiento, su madre le reprendía si volvía del colegio con sus Gorilas completamente limpios. Por eso aprendió a mentir, a mancharlos sin jugar?y empezó a fijarse en ellos.

Cuando en la adolescencia, por timidez y por los complejos propios de esa edad, se avergonzaba de su imagen, entendió que podía refugiarse en su calzado. Pensaba que, si bajaba la vista, los otros no le verían: así que cada vez que quería evadirse, miraba sus sandalias. Según decía en el texto, los años, sin embargo, le desvelaron una profunda verdad. Tal vez él siguiera sin gustarse, pero menos le gustaba el resto de la humanidad. Así que, con independencia de si ellos se atreverían (o no) a mirarle a los ojos, decidió que la punta de sus pies debiera de ser siempre el punto de partida para relacionarse con el mundo.

Así ha sido. Si algo ha definido a Jesús Orbea en estos veinte años compartidos ha sido su coherencia y su integridad, cosas que, hoy por hoy, son difíciles de encontrar en muchos. Seguimos siendo distintos?e iguales: los dos nos respetamos y nos admiramos desde la diversidad y entendemos la importancia del calzado como brújula para la vida.

Hoy, que parece que los principios han caducado, que triunfa más rápido el que menos los tiene y el que piensa que «da igual porque todo vale», quería recordar aquella carta. Y es que, a veces, el destino te depara tremendos sustos. Jesús se ha debatido meses entre la vida y la muerte. Afortunadamente, gracias a los médicos y al personal de la UCI del Hospital de San Juan, ha ganado la batalla. Este miércoles ha sido su cumpleaños y, pese a quienes dicen que este no es país para ir haciéndose viejo, lo hemos podido celebrar. He rebuscado este texto para hablar de la magia del paso del tiempo, del gran regalo que es la amistad y del valor que adquiere la edad, que es vida y experiencia. Orbea, tus alumnos, tus compañeros, tus zapatos y yo te estábamos esperando.