Al alcanzarse el cénit de la campaña estaba buscando una buena proclama, una idea incluso, para lanzarme sobre ella haciéndoles llegar la buena nueva cuando lo más sustancioso que he encontrado ha sido el llamamiento del obispo de Córdoba para que no se atiborre a los niños de regalos en la comunión. Algo es algo. Y sobre todo llama la atención porque, en cuanto un obispo es noticia, uno se tienta la ropa. Pero estamos ante un caso de apuesta por la moderación, gracias a Dios.
Si el 24M se encuentra todavía a tiro de encuestas, las comuniones están en su máximo esplendor. Nos ponemos como unos basiliscos cada vez que llegan a nuestros oídos los sobrecostes generados sin ton ni son en cualquier obra pública y, sin embargo, hay hasta quien pide un crédito para que la criatura se vista de novia a destiempo. Por si lo desconocen, el gasto medio por aquí para la entrada efectiva en el reino del Señor ronda los tres mil euros a pesar de que en los últimos años se han notado recortes, por lo que a saber hasta dónde pudo llegar la celebración en los tiempos de la burbuja. Y, sin embargo, la razonable homilía de monseñor tiene más posibilidades de fructificar que Susana Díaz de ponerse a gobernar mañana mismo. La que hay formada alrededor de estos eventos para los peques -vestimenta apropiada, regalos, pedazo de banquetes, magos, payasos... - ha generado una industria alrededor. Es más, hay restaurantes que sobreviven gracias a los convites de estas fechas. Podría dar nombres. Y, mientras siga la bola, los que peor lo pasan son los chavales que no la hacen y los padres que, conscientes del desvarío, han de aguantar el tirón de la pelusa que se agarran. En no pocas comuniones alucinaría hasta algún miembro de la Casa de Alba. Me ha pasado. Y eso que los papás eran agnósticos.
