Masacrar a un millón de seres humanos o más tiene un nombre. Pónganle el que ustedes deseen: barbarie, extermino, crímenes masivos contra la humanidad, genocidio, racismo, discriminación por motivos éticos y religiosos, represión, persecución religiosa, conspiración premeditada, aniquilamiento, sometimiento, deportación, etcétera. Son disquisiciones lingüísticas y eufemismos de los que continuamente hacemos uso para enmascarar la realidad y hacerla un poco más llevadera.

Pero un millón de vidas es un millón de vidas, y no hay justificación que valga, ni por motivos étnicos ni religiosos, para una raza que se llama humana. Dejemos de un lado si existe motivación para aniquilar la identidad del otro, borrarlo del mapa o hacerlo invisible, porque esta raza se dice civilizada. Pero, claro, el relato bíblico que conocemos incluye, muy al principio, el episodio de Caín, que al parecer tenemos bien interiorizado. Desconozco si Darwin en sus observaciones estudió la evolución del mal en la especie humana y la forma en que se sofisticaría a lo largo del tiempo.

Dicen los expertos que para actuar de una determinada manera hace falta un motivo. Caín tuvo el suyo; lo mismo que Lutero al clavar sus 95 tesis en la puerta de una iglesia. Hace falta una insatisfacción, algún fracaso anterior y voluntad de reafirmarse ante el débil y someterlo con algún medio al alcance. De todo eso nuestro país también tiene conocimientos adquiridos a lo largo de la historia. Seguramente por ese motivo evita pronunciarse sobre el genocidio armenio: no sea cosa que le acusen y le refresquen las ideas con un «Mira quien habla: ¿y qué pasa con su memoria histórica?».

He estado varias veces en Turquía (Anatolia, Capadocia, etcétera), un país que se parece más al nuestro que la mayoría de nuestro club europeo. Tengo amigos turcos con los que puedo hablar sinceramente sin necesidad de crear un conflicto interpersonal, y mucho menos internacional. Pues bien, siempre que he tratado el tema armenio, se han quedado mudos, sin saber qué decir. No sé bien si se trata de una estrategia nacional unificada (como vestirse en la misma sastrería, calzarse el mismo tipo de zapato, y oler a nación militarizada, con los mandos desplegando halo de poder a cinco metros de distancia) o pura ignorancia. Me inclino más bien por lo segundo, ya que mi generación después de salir de la Facultad sabía perfectamente las capas de que constaba una calzada romana, pero ni una palabra de la Guerra Civil, tema tabú en el Bachillerato de aquellos días y, por supuesto, en la Universidad, donde el programa a duras penas llegaba a Felipe II. Por otra parte, los padres de mi generación estaban tan traumatizados que evitaban entrar en este tipo de disquisiciones y optaban por salirse a la calle, liarse un cigarro de caldo y fumárselo mientras miraban las estrellas, porque en aquellos días aún se veían estrellas.

El papa Francisco parece que no ha aprendido la lección de Benedicto XVI con la controversia sobre el Islam hace unos diez años si tenemos en cuenta su mensaje de «hagan lío». Hace unas semanas se le ocurrió hurgar la llaga armenia en la piel turca y ha recordado con valentía los peligros y las consecuencias del olvido. La respuesta de Erdogan no se ha hecho esperar con el mensaje envenenado del presidente turco al papa: «No vuelva a cometer el mismo error». Con lo cual Bergoglio seguramente no se atreverá a mencionar el tema en lo que queda de papado. Lo de la lección aprendida consiste en que en la vida si uno dice sinceramente lo que piensa, seguramente se ha buscado enemigos no para una vida sino al menos para dos. Conozco a más de un crítico literario aún vivo en esta desagradable situación. El papa tiene la enorme ventaja de tener asesores en todo el mundo para aconsejarle sobre lo que es políticamente correcto y lo que no. Después, como todo el mundo, hará lo que le plazca, que para eso tiene el don de la palabra y micrófonos y otros medios para difundirlo. Al fin y al cabo no se trata de doctrina de la Iglesia inspirada por el Espíritu Santo. Es una opinión libre como la suya y la mía. No confundamos doctrina con opinión.

Lo que más fastidia de las injusticias y atropellos del mundo es que tengamos que esperar a los centenarios para reivindicarlos, airearlos un poco para, pasado un tiempo prudencial, arrinconarlos de nuevo en el armario. Ahora, mientras escucho bella música armenia contemporánea (Nor Dar, Night Ark, Arto Tuncboyaciyan, Haig Yazdjian) recuerdo las iglesias cristianas abandonadas durante mis visitas, me imagino el Eúfrates teñido de rojo de tanta sangre inocente hace cien años y medito las palabras del obispo y musicólogo armenio Komitas, que seguramente enloqueció como resultado de los atropellos presenciados hace ahora cien años: «Nada me hace sentir más seguro que el alma genuina de mi pueblo».