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Crónicas precarias

La peste de Europa

Quizás os sorprenda, pero estoy bastante contenta con la decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que avala prohibir a los homosexuales donar sangre «si lo justifica la situación sanitaria en su país». Sí, porque una se cree que hay ciertos prejuicios que están ya más que superados y siempre va bien que la realidad te pegue un bofetón de esos con la mano abierta, de los que hacen eco. Ahora nos faltaría una peste bubónica para completar la atmósfera medieval que se respira en el viejo continente.

Esta sentencia es un precioso ejemplo de por qué todas las opiniones no son respetables. La homofobia en ninguno caso lo es, no puede serlo, y disfrazarla de salubridad -«es preciso demostrar que estas personas están expuestas a un riesgo elevado de contraer enfermedades infecciosas graves, como el VIH» dice el tribunal de la UE para lavarse las manos- no la hace menos despreciable. De hecho, aludir a la necesidad de «evidencias científicas» no es otra cosa que justificar la estigmatización salvaje de una parte de la población por culpa de unos cenutrios cegados por su propia ignorancia.

La medida destila tanto odio al otro y tanta estupidez que el pequeño monstruo que hay en mí casi desea que alguno de esos intolerantes recalcitrantes sufra un gravísimo accidente y el único donante disponible sea un señor al que le gusten los señores. A ver qué opina entonces de esos glóbulos rojos impuros.

Con la cantidad de normativas comunitarias que existen, que discriminar según la orientación sexual se deje al libre albedrío de cada país no puede ser tomado como una anécdota irrelevante. Es una declaración de guerra a la igualdad. Europa no quiere esa sucia sangre homosexual. No. Queremos sangre limpita, de gente de bien. De padres de familia con perro y chalet que se van de putas los viernes y llevan al parque a sus hijos los lunes.

Tantas décadas de lucha por los derechos de la comunidad LGTB para que ahora una pandilla de reaccionarios vean legitimadas sus chaladuras. Nos encantaría que esto hubiera ocurrido en algún país lejano al que podamos llamar «incivilizado». Queremos que la barbarie pertenezca a otros, a pueblos menos ilustrados a los que mirar por encima del hombro. Pues no, los cafres que levantan las antorchas al grito de «¡Sodomía, sodomía!», son nuestros vecinos (de hecho, el litigio comenzó en Francia). Nuestros socios. Esa peñita guapa con la que compartimos instituciones y cumbres de expertos.

Sí, la misma Europa que se empeña en convertir el Mediterráneo en una fosa común para aquéllos que huyen del horror de la guerra. La misma Europa que condena a parte de sus ciudadanos a una vida paupérrima para ofrendar nuevas glorias al dogma de la austeridad. Y, paradójicamente, también la misma Europa hipócrita y farsante que tras la matanza del Charlie Hebdo se reivindicó como adalid de los derechos y las libertades. Ya se nota, ya.

Pero nada, si el futuro de la UE es transformarse en un feudo retrógrado, homófobo, racista y asesino, que me vayan avisando. Yo me doy de baja y me hago ciudadana de la república de la piruleta en el valle de la gominola. Allí seguro que no le hacen ascos a la sangre de nadie, bese a quien bese.

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