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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

Milagro en Milán

Un grupo de miserables chabolistas es desalojado de un desolador descampado, en el que unos ricachones gordos y con chistera acaban de encontrar petróleo. Acosados por la Policía, estos desharrapados se montan en unas escobas, levantan el vuelo y huyen felices por el cielo en dirección «a un reino en el que buenos días significa verdaderamente buenos días». Es el maravilloso final de Milagro en Milán, una de esas incomparables películas del neorrealismo italiano con la que el genial director y actor Vittorio de Sica nos demuestra que es posible combinar en una sola obra el lirismo más poético y la denuncia social más cruda, todo ello adobado con grandes dosis de humor negro y de clarividente mala leche.

No hay constancia documental de que Esperanza Aguirre haya visto esta obra maestra del séptimo arte, aunque sus declaraciones anunciando su intención de limpiar de mendigos las calles de Madrid, porque dan mala imagen y resultan perjudiciales para el turismo, nos indican que la incombustible lideresa popular bien podría haberse inspirado en esta pieza cumbre de la cinematografía italiana para elaborar su programa electoral en materia de servicios sociales. Convenientemente envuelto en el brillante papel de regalo del moderno pensamiento neocon, la candidata popular a la Alcaldía de Madrid nos ofrece un argumento clásico de la doctrina más rancia de derecha española de toda la vida: los pobres son feos, los pobres molestan y el principal deber de una administración pública de orden es ocultarlos en algún rincón apartado para que no arruinen el paisaje de nuestras modernas ciudades del siglo XXI.

Aunque inicialmente nos inclinemos a creer que está «limpia» de menesterosos es un nuevo exabrupto de una política que ha basado toda su carrera en su capacidad para las ocurrencias y para las frases provocativas, la realidad es muy diferente. Detrás de las palabras de Esperanza Aguirre hay una línea de pensamiento procedente de una larga tradición de la derecha presuntamente liberal; sus declaraciones están sustentadas en un argumentario bien construido, que parte de una ideología política basada en la crueldad y en el sálvese quien pueda: los pobres son los principales responsables de su pobreza, la miseria es un merecido castigo para una gente que no tiene ningún interés por labrarse un porvenir en la vida y que además está acostumbrada a vivir de la sopa boba de las ayudas sociales. Teniendo claras estas cuatro ideas, los despectivos comentarios de la candidata popular sobre la indecorosa presencia de los sin techo en las calles de Madrid cobran todo su significado real. En esta implacable visión del mundo no tienen ninguna cabida aquellos sectores de la sociedad que se han visto laminados por el impacto de la crisis y la posibilidad de dispararlos a los cielos montados en escobas, recogiendo el espíritu de la entrañable película de Vittorio de Sica, se convierte en una hipótesis de trabajo digna de tenerse en cuenta.

La extrema sensibilidad mostrada por la expresidenta madrileña en torno a los efectos que puede tener la imagen deplorable de un sucio pedigüeño envuelto en cartones sentado junto a una tienda de artículos de lujo debería trasladarse a otras situaciones, que también contribuyen a enturbiar el glamour turístico de la capital de España. Al margen del espectáculo de la miseria económica, Madrid también amenaza al impresionable turista con la posibilidad de enfrentarse cara a cara con el bochorno de la miseria moral. Los paseos por esta rutilante ciudad se ven acompañados por riesgos terribles en este sentido: uno puede encontrarse a Rodrigo Rato tomando unas cañas antes de ir al juzgado a declarar sobre su última tropelía, también puede cruzarse con la malévola y atildada figura de un Miguel Blesa cargado de millones, toparse con la anaranjada presencia de Ana Mato subida en un Jaguar o cruzar el semáforo junto a una troupe de exdirectivos de la CAM, que acuden a la Audiencia Nacional para su sesión semanal de terapia judicial. Son gente elegante, que huele a perfume caro y a ducha de hotel de lujo, pero que resulta mucho más ofensiva para la vista que un pobre señor pidiendo limosna con un cartel lleno de faltas de ortografía.

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