Por lo que sabemos, ninguna especie animal, a excepción del ser humano, se plantea preguntas abstractas acerca del sentido de su existencia o de la posibilidad de un ser superior y creador de cuanto nos rodea.

Este anhelo primigenio ha impulsado el avance científico del mismo modo que causa en algunas personas un profundo sentimiento de vacío y angustia. Sirva como ejemplo de estos últimos toda la producción del brillante filósofo existencialista Jean-Paul Sartre.

En ocasiones, incluso los rigurosos biólogos abordan el asunto de la existencia de Dios. El propio Francis Crick, premio Nobel por sus trabajos acerca de la estructura del ADN, se cuestiona la probabilidad de que la vida haya surgido por causa del azar. En sus palabras, «Un hombre honesto, provisto de todo el conocimiento del que disponemos nosotros, sólo podría decir que, en algún sentido, el origen de la vida parece en este momento ser poco menos que un milagro, tantas son las consideraciones que deberían satisfacerse para ponerla en marcha».

Del mismo modo, el físico sir Fred Hoyle, al analizar los miles de aminoácidos altamente especializados que se encuentran en una célula viviente y cómo estos se combinan de forma exacta con las enzimas adecuadas, llega a la conclusión de que la probabilidad de que el surgimiento de la vida en nuestro planeta se debiera al azar es de una entre 10 elevado a la 40.000. Obviamente, estos planteamientos no aportan la ansiada respuesta. En su lugar, generan muchas otras preguntas.

Desde otro ángulo, podemos considerar la angustia existencial deteniéndonos en las reflexiones del escritor Milan Kundera, cuando nos habla de esa necesidad que tienen algunas personas de asumir responsabilidades o retos de enorme magnitud. Así enfrenta la tendencia a afrontar el peso con la inclinación por la levedad. Según él, la carga más pesada supone una plenitud en la vida, cuanto más pesada sea, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será. Aunque cuando es demasiado pesada, nos aplasta y nos destroza. Por el contrario, la levedad, la ausencia de carga, nos vuelve más ligeros que el aire, hace que volemos hacia lo alto y nos distanciemos de la tierra, que seamos reales sólo a medias, y que nuestros movimientos sean tan lívidos como insignificantes.

Efectivamente pretender responder ciertas preguntas puede suponer un peso excesivo, y evitarlas de entrada una levedad insoportable. Pero tenemos la capacidad de elegir el peso que deseamos soportar, y también la de plantearnos si realmente seríamos felices en una existencia sin misterios.