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José María Asencio

Modernidad y universidad

Hay que cambiar, actualizarse, adaptarse a los tiempos y la Universidad, porque está de moda criticarla aunque tras muchas de las invectivas se esconda la intención de caminar hacia su privatización, ha de ser pionera de ese cambio abandonando estilos viejos que se critican solo por ser viejos, sin analizar los resultados que proporcionaron y, sobre todo, los efectos que están produciendo las nuevas técnicas y el denominado progreso. Y algunas de estas medidas son tan improvisadas, como irreflexivas, solo debidas a esa necesidad imperiosa e irracional de lo nuevo, diferente y acomodado a un concepto inconcreto de modernidad. Parece que dos mil años de historia fueron solo dos mil años de fracasos y que hoy, imbuidos de una gran soberbia, consideramos que nuestros predecesores erraron en todas sus decisiones, que fracasaron en todas sus ideas y que nosotros vamos a remediar tantos siglos de dislate. La marea del cambio inunda nuestras vidas y hay que crearlo todo porque se debe derrumbar todo lo antiguo. Sin más argumentos. La novedad cautiva y justifica las sandeces más expresivas. Y hay muchas.

Y así, en la Universidad, se abandona el estudio y la memoria, tachados de inservibles y se abona la práctica como remedio, aunque no se explique -para qué incurrir en tal banalidad-, cómo es posible practicar lo que no se conoce.

Todo es rápido, acelerado, sin tiempo de meditación y sosiego y se mide conforme a criterios de eficacia y productividad que derivan en una valoración de la labor científica a peso, de tal forma que su calidad es tan escasa, como inútil socialmente. Todo se acelera; ya no vale la reflexión pausada, el pensamiento o la mesura. Lo que prima es hacer muchas cosas diferentes, rápidamente, innovar, aunque lo nuevo sea catastrófico. Si es ingenioso, es excelente. Si está preñado de técnicas de vanguardia, es elevado a la categoría de excelso. Aunque sea impracticable o de llevarse a efecto genere el caos. Lo mismo da en el reino de la apariencia, de la noticia impactante, de la estadística. Nadie lee nada y poco aprovecha, pero satisface memorándums y cifras, así como ingenio e innovación. Y eso se nota en todos los ámbitos de la vida y en la inmadurez colectiva y personal. Todos quieren ser jóvenes siempre, renunciando a envejecer con dignidad. La ancianidad es un lastre, no una etapa de la vida.

Se critica que algunos programas de asignaturas se mantengan años sin alterarse, sin tomar nota o atender a que, siendo la ley la misma, el programa no puede o no debe cambiar. Pero, parece no importar ese «pequeño e irrelevante» dato. Lo esencial es la innovación, aunque se traduzca en mera especulación. Y, sobre todo, que sea excelente, es decir, que se acompañe de cientos de informes que no se leen, por reiterativos y que contienen más fantasía que realidad. Frases vacías de contenido, pero que magnifican la irrelevancia. Da igual, todo culmina en un gran disparate que se ha asumido como la perfección, porque es innovador de la nada. Si se hace en Finlandia, tiene que ser bueno.

He visto en treinta años cuatro planes de estudio en Derecho. Cada uno de ellos peor que el anterior, aunque ingenioso e innovador. Pero, detrás de la palabrería se esconde la certeza contrastada de que los alumnos acaban con menos preparación y conocimientos. Un jurista de los ochenta conocía el Derecho con más profundidad que los posteriores. Se ha abandonado el estudio del concepto, básico en cualquier materia y se ha optado por la creatividad, acomodando los casos a criterios de oportunidad y proporcionalidad, es decir, a que cada cual aplique lo que le parezca en cada situación, generándose inseguridad jurídica, desigualdad y la mayor de las injusticias derivada de aplicar un derecho incierto a situaciones que la ley regula de forma uniforme.

Sería necesario, frente a esta ansia reformadora, analizar los problemas reales y buscar soluciones eficaces, moderar la crítica a todo lo existente y tomar conciencia de las intenciones que laten tras muchas de las propuestas hoy en boga. Las de reducir la inversión pública en la educación.

Hay cosas que deben cambiar, pero otras han de mantenerse aunque sean viejas, pues han demostrado su utilidad. No hay que reducir la duración de los grados. Y los másteres han de ocupar su espacio excepcional. Pocos, pero de calidad. Exactamente lo contrario a lo que se propone. Viste menos, pero forma, aunque el gasto público sea mayor.

Pero, frente a esta evidencia, hemos decidido cambiarlo todo y sucumbido al lenguaje de lo políticamente correcto, que ha calado tanto que ha anulado la capacidad de crítica y nos ha convertido en obsecuentes cumplidores de lo ordenado. A ello ha contribuido, sin duda, el riesgo de adversidades sin par que derivan hoy de la disidencia. La modernidad está tan reñida con la reflexión que debe reprimirse toda oposición. La modernidad nos presenta un escenario en el que unos cuantos imponen y los demás obedecen. A partir de ahí deberíamos reflexionar.

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