Cuando este jueves pasado se produjo la detención de Rodrigo Rato, la noticia inundó de satisfacción las redes sociales y las tertulias de todo nivel. No había comentarios que cuestionaran la oportunidad de la detención y, sobre todo, no he leído ni escuchado ninguno clamando por el respeto a la presunción de inocencia del ex ministro, ex director gerente del FMI y artífice de la «salvación» de Bankia. Desconocemos cuándo deberá prestar declaración ante el juez pero seguro que pocas, muy pocas voces lamentarán el daño que sobre el honor de Rodrigo Rato pueda provocar la sospecha de comisión de hechos constitutivos de delito.

Esta reacción social (y política y mediática) es consecuencia lógica del rechazo a estas conductas que manifiestan cómo la voracidad de los mercados y de quienes gobiernan para ellos va asfixiando cada vez más a la población, privándola de los más elementales derechos a una vida digna. La ciudadanía es cada vez más consciente de que la corrupción no solo es incompatible con un Estado democrático, sino que también imposibilita el Estado Social. De ahí que cada operación policial y judicial contra la corrupción sea celebrada socialmente con satisfacción.

¿Qué hubiera ocurrido si Rodrigo Rato hubiera sido acusado de violencia de género? No hay que hacer un gran esfuerzo imaginativo. Ni tan siquiera uno pequeño. Tenemos, por desgracia, suficientes ejemplos; algunos bastante recientes. La reacción mayoritaria es la de apelar al respeto del derecho a la presunción de inocencia del denunciado (algo, que, por cierto, es una garantía procesal; nada menos, pero tampoco nada más) y, simultáneamente, presumir la falsedad de la denuncia. La indignación social se produce por el «daño irreparable» que sufre de forma «automática» el honor del denunciado, especialmente si se produce una detención. No parece entenderse, en estos casos, que la detención es una medida cautelar que se adopta para proteger la vida y la integridad física de las mujeres (y de sus hijas e hijos).

Esta reacción social (y política y mediática) es consecuencia lógica de la tolerancia de estas conductas que manifiestan cómo los roles y estereotipos de género en que se basan las históricas relaciones desiguales de poder entre hombres y mujeres siguen bien enraizados en el imaginario social. La ciudadanía no es consciente de que la desigualdad entre hombres y mujeres y, por ende, su forma más violenta de manifestarse es incompatible con un Estado Social y democrático de Derecho. De ahí que cada operación policial y judicial contra la violencia de género sea cuestionada socialmente.

Ante este panorama, que refleja que la sociedad es cómplice con la violencia machista, ¿con qué cara se anima a las mujeres que sufren esta violencia a que denuncien?