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José María Asencio

Seguridad ciudadana y código penal

Desde finales de los noventa y sobre todo a partir del año 2001, España, como el resto del mundo, ha entrado en una espiral represiva de los derechos y libertades que poco tiene que envidiar, vista en su conjunto, a las legislaciones más represivas de antaño. Y lo preocupante es que la sociedad ve esta deriva con satisfacción, pues la labor de los partidos, excesivamente dependiente de una opinión pública siempre presta a la represión penal, no cumple con su función pedagógica, esencial en una sociedad democrática en quienes nos representan.

El nuevo Código Penal endurece significativamente el anterior de 1995, el cual, paradójicamente, era más regresivo que el franquista de 1973, herejía ésta que afirmo y que será rechazada por quienes no fueron conscientes de que criminalizar las conductas de forma generalizada, lleva siempre, a pesar de su apariencia progresista, a una espiral sin límite cierto cuyo fin es la ampliación de la extensión del delito a aspectos de la vida que no debieran pasar de simples ilícitos civiles, administrativos o mercantiles.

Si a ello se une la aparición con extremada fuerza de lo que se conoce como lo «políticamente correcto», que no es otra cosa que la imposición de una sociedad intolerante revestida de apariencias de libertad, el resultado es que la aprobación del nuevo Código Penal y la Ley de Seguridad Ciudadana no puede ser considerado como un exceso o excepción, sino consecuencia directa de una visión represiva de la organización social.

Bajo el nuevo Código Penal, más allá de la prisión perpetua revisable, que atenta a la seguridad jurídica y a la igualdad, pues el condenado tiene derecho a conocer la duración de su pena y cada delito debe tener una misma sanción con independencia de su autor, se esconden nuevas figuras delictivas que alcanzan conductas elevadas a la consideración de graves, atentando al principio clásico de la intervención mínima del Derecho Penal. Las respuestas legales a tipos sin esa trascendencia punible van dando lugar a una extensión indebida de ese derecho especial que, poco a poco está convirtiéndose en común. Y este fenómeno no es exclusivo, como se quiere hacer ver, de la derecha, pues la izquierda, cuando ha legislado, ha ampliado la represión penal a sectores que afectan a conductas muy sensibles con los derechos y libertades, buscando crear una sociedad monolítica en la que lo legal o ilícito responde a consideraciones tan particulares, como anteriormente sucedía en el régimen franquista.

Los tribunales penales, de esta forma, no se limitan a enjuiciar delitos en el sentido estricto de la palabra, ya que los tipos punitivos incorporan en un buen número que va en progresión ascendente, elementos no penales y propios de otros órdenes jurisdiccionales. El Derecho Penal, de este modo, va sustituyendo poco a poco al civil, administrativo o mercantil, de modo que los procesos penales se tornan complejos, los jueces se ven incapaces de resolver los asuntos que se les someten por carecer de conocimientos especializados, la policía inunda con informes hechos desde la lucubración lo que correspondería a tribunales especializados y partidos políticos y particulares usan y abusan del proceso penal para resolver sus conflictos privados o políticos.

El sistema jurídico ha entrado en crisis y la sociedad democrática inspirada en los principios burgueses de la Francia revolucionaria, mantenidos hasta hace poco, se ven ahora trastocados por una vocación represiva que lleva al proceso penal y al Derecho Penal la solución a los intereses y preferencias de cada sector social, ideología más o menos minoritaria cuya protección reclama siempre en sede punitiva o partidos políticos que arriendan sus valores a la aceptación de la vindicación social inmediata que les exige lo que ellos mismos fomentan.

Tal es la extensión del delito que se hace imposible saber cuándo se comete, pues los tipos son tan amplios, que conductas ordinarias pueden ser objeto de represión sin que los autores tengan conciencia de cometer actos punibles. Entrar en Internet, conducir, adelgazar y exhibir la delgadez, beber alcohol, opinar sobre materias sensibles sin incurrir en injurias, salvo que este concepto se amplíe desaforadamente, puede ser delito. Es decir, conductas ordinarias en las que cualquier exceso puede dar con una persona ante un tribunal penal y conductas indeterminadas que hasta hace poco eran irrelevantes o simplemente, reprobables éticamente.

Por eso, las críticas merecidas a la Ley de Seguridad Ciudadana o las más reducidas incomprensiblemente al Código Penal son razonables, pero inaceptables cuando se formulan de modo tan limitado, sin tomar conciencia de la evolución social y de la necesidad de revertir este proceso represivo. Porque, estas leyes no son sino consecuencia de la tendencia que todos comparten, cada uno en el ámbito de sus preferencias punitivas, de modo que la alternancia produce una acumulación de delitos, los que cada opción considera necesarios. Cada partido defiende «su» libertad cual dogma absoluto y reprime la contraria con excesiva dureza. El resultado es el conocido. Una sociedad confrontada y criminalizada y una opresión que va en aumento. Se debe, frente a esta deriva represiva, mostrar una oposición firme aunque no sea políticamente correcto hacerlo.

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