Hace años que escribo apoyando la figura de los abuelos, la importancia de su relación con los nietos, la calidez y generosidad de quienes transmiten la historia familiar y el afecto, además de la esperanza y el apoyo a los nuevos miembros de la familia. Y creo que conviene explicitar con la claridad que se merece que los abuelos son unas personas muy importantes para los nietos.

Pero no sólo porque les cuidan cuando los padres no pueden hacerlo, sino porque les otorgan el regalo de su cariño, su compañía y su mirada de aceptación incondicional. Porque les dan su tiempo, su imaginación, su escucha y sus paellas de los domingos. Porque les cuentan las historias de los hijos y sus propias historias, haciéndoles saber que pertenecen a un grupo, a una familia, a un lugar. Porque les quieren, les ponen fe, les desean bondades y tienen empeño en comunicarles un mensaje muy valioso: ¡que la vida vale la pena vivirla...!

Hoy, sin embargo, quiero escribir sobre las nuevas funciones que han sido otorgadas a los abuelos por esta extraña y acomodaticia sociedad que padecemos, y que algunos de ellos han asumido como «lógicas e inevitables». Todos sabemos que de unos años aquí, (ahora todavía más por la crisis económica), los padres jóvenes delegan el cuidado de sus hijos en los abuelos, por motivos de trabajo, estudio o económicos, con el motivo bien argumentado de «¿con quién va a estar mejor?». Con esto ponen en marcha el deseo cuidador de los que ya han criado y hacen que los abuelos estén contentos de su nuevo cometido, (sobre todo si es el primer nieto). Cosa que puede ser así? o no tanto.

Últimamente he tenido ocasión de hablar con varios abuelos agotados, que se alegran y rebrotan con sus nietos, pero que enferman con su colesterol y su tensión subidos de tono por el trajín de volver a criar en un momento que ya no es el suyo. (Algunos hasta me han encargado que les haga de portavoz, que cuente lo que les pasa?). Abuelos que van a recoger a los nietos a domicilio, para que los niños no madruguen y para que sus hijos no se estresen antes de irse a trabajar. Abuelos a los que se les juntan los hijos y los nietos a comer a diario, porque «como es natural, hay que ayudar a los jóvenes, que lo tienen muy difícil».

Abuelos que han de seguir las indicaciones de sus hijos, yernos y nueras en cuanto a la crianza, aunque su experiencia y su criterio les haga estar muchas veces en contra de lo que se les pide que hagan. Abuelos que supeditan sus viajes, consultas al médico, bailes, visitas, gimnasios y celebraciones al horario de cuidado de sus nietos. Abuelos que no se atreven a reñir, a medicar, a sugerir o a organizar, sin contar con el dictamen de los hijos, los pediatras o los maestros. Pero que sí que se han de encargar de que en el tiempo en que estén a su cuidado, los niños coman bien, no se resfríen, no se caigan, no suden, no tengan ojeras y sepan decir «adiós» en fecha pertinente.

Abuelos que llegan a encargarse de los nietos de varios de sus hijos, convirtiendo su casa en una guardería y su jubilación en un trabajo. Abuelos que viven el cuidado de sus nietos como una «dulce» obligación, y que no son capaces de decirles NO a sus hijos, aunque con su SÍ continuado cercenen su vida privada y su equilibrio.

A mí me parece que hay un tiempo para criar y otro para ver criar a otros. Un tiempo para apoyar, reforzar, ayudar y entregarse, y otro para disfrutar llevando a término los deseos personales. Un tiempo para dar y otro para recibir. Un tiempo para cuidar y otro para cuidarse, o ser cuidados. Un tiempo para aprender y otro para enseñar. Un tiempo para trabajar y otro para no hacerlo, gozando así del júbilo de disponer de los días libremente para lo que cada cual desee o necesite hacer.

O sea, que: nietos sí, pero no por obligación, sino por deseo compartido. No a machamartillo, sino por gusto y placer. No por decreto, sino por libre elección.