En los ochenta cuando empezaron los primeros escándalos por corrupción y Felipe González se resistía a cesar ministros, en un diario nacional le preguntaron por qué. Su respuesta fue que España llevaba más de un siglo sin conseguir estabilidad en los gobiernos democráticos. La respuesta revelaba que Felipe González era -además de astuto- un presidente con sentido de país y visión histórica, se estuviera o no de acuerdo con sus políticas. Años después la corrupción terminó pasándole factura a aquellos gobiernos socialistas que, no obstante, supusieron en su conjunto la primera etapa de gobiernos democráticos estables.

Le siguió Aznar que sumó la afición a agotar las legislaturas hasta sus últimas semanas. Y similares derroteros anduvieron los gobiernos de Zapatero y todavía con más tesón este de Rajoy. Entre los cuatro y en buena medida gracias al actual sistema electoral y la organización de los partidos, hemos roto durante más de treinta años con la penosa debilidad de los gabinetes democráticos en España durante más de dos siglos, incluidos los episodios republicanos y hasta los gobiernos de Suárez y Calvo Sotelo.

Así que lo castizo en España había sido la ingobernabilidad de los partidos y la debilidad de los gobiernos que frustraron buena parte de las esperanzas democráticas, mientras que lo nuevo entre nosotros es no tener ese problema. La facilidad para olvidarlo -o sencillamente ignorarlo- es sintomática de nuestro escaso sentido histórico y de lo famélicos que son los discursos y los debates políticos sobre nuestra convivencia. Sin duda que el sistema electoral y la financiación y participación en los partidos políticos requieren reformas de verdadero alcance y sin demoras, pero, en cualquier caso, lo sensato sería que se hicieran sin dilapidar el cambio histórico que supuso la estabilidad de los gobiernos democráticos.

Esa elemental inteligencia surgida de la experiencia común debería extenderse al conjunto de los debates políticos, porque lo realmente nuevo en España han sido estos últimos treinta años con gobernantes y una ciudadanía con visión histórica, tal vez porque sabían casi de primera mano que lo castizo entre españoles han sido los radicalismos que hacían imposible o inhabitable el país para sus adversarios.

Ese sentido de moderación que obligó a ciudadanos y gobernantes a tener presente los límites de lo aceptable para sus opositores y que apreciaba la convivencia como un logro histórico, tuvo su prueba más crítica con los atentados de Atocha. Con doscientos muertos que echarse en cara lo castizo retornó a la política española: los reproches de autoría o de aprovechamiento de aquellas muertes radicalizaron miserablemente los antagonismos y liquidaron buena parte del ánimo cívico que dio forma primera a nuestra democracia. En aquellos días no estuvimos a la altura que merecían las víctimas ni a la de nuestra historia democrática reciente sino a la de siempre, a la de la castiza mezquindad partidaria, mediática y social.

Probablemente Pablo Iglesias lleva razón al agradecer a José Luís Rodríguez Zapatero el inicio de su deseada demolición del «régimen del 78», aunque seguramente no era su intención. Pero el clima creado primero por la oposición a la guerra de Irak y después por los atentados, desinhibieron el osado pero cándido adanismo de un presidente para el que los problemas históricos de la convivencia española habían dejado de merecer cautelas y renuncias.

La crisis y los forzados recortes y reforma de la constitución descabalgaron a Zapatero y tal vez también al PSOE del dragón que habían despertado: un adanismo ideológico sin más sentido histórico que reabiertas nostalgias como la del republicanismo, indicio poco dudoso de la pérdida de altura histórica y sentido común político en estos últimos años. Ese descontento social desconcertado pero engrosado por los sufrimientos de la crisis, busca ahora nuevos jinetes sin reparar en que más bien son versiones olvidadizas de lo más tristemente castizo entre nosotros. En política quien sucumbe a la tentación de creerse Adán se convierte en Caín (o en Abel): nunca en política la historia empieza con uno mismo, ni es irrelevante lo que ya ocurrió y se hizo bien, ni cabe ningunear a los discrepantes que siempre están ya ahí antes de que el pueblo sea bendecido con nuestra llegada y ascensión en conquista del cielo.

Ni en la historia ni en política hay hombres o políticos nuevos sin las debilidades de todos los anteriores, como nos demuestra la exitosa adaptación de los resurgidos líderes de lo castizo a las prácticas universitarias menos encomiables, por no abundar en sus destrezas fiscales.

Con sus lacras, los últimos treinta y cinco años han supuesto en el conjunto de la historia moderna y contemporánea de nuestro país el episodio de convivencia cívica y prosperidad general más meritorio, digno y ennoblecedor. Un periodo en el que los logros comunes implicaron casi siempre moderación, renuncias y balances equilibrados entre ideología y convivencia. Lo castizo (de casta) en España ha sido y vuelve a ser hacerse políticamente incapaz de esa templanza.

La crisis y sus padecimientos suponen una dura prueba para el buen sentido político, pero pretender la liquidación del vituperado como «régimen del 78» es, para empezar, una propuesta de escasa imaginación política y nulo sentido histórico. Aunque ciertamente nos señala -exactamente al contrario de lo que pretende- una urgente labor: no cristalizar las fórmulas que lograron tan exitosamente realizar la transición, y reformular un sistema político y territorial capaz de promover el sentido cívico y la pluralidad de nuestro país. Esa sí que sería otra sorprendente novedad a la altura de los tiempos.