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Matías Vallés

Tribuna

Matías Vallés

Una actor fenomenal

La escena anglosajona se revuelve por la escasez de papeles femeninos de talla y por la nomenclatura. Las actrices rechazan el caparazón femenino actress para reivindicar el genérico actor, en un movimiento inverso al habitual en las lenguas románicas. Sin embargo, la disquisición filológica proporciona el mejor encuadre para atrapar a Amparo Baró, una actor fenomenal. No merece ser despedida a los acordes de la alimenticia 7 vidas, una solución tan esquemática como llamar crítica de televisión a Françoise Giroud o islamófoba a Oriana Fallaci.

Sin apartarse del etiquetado, Whoopi Goldberg declaró en una entrevista que «una actriz solo puede interpretar a una mujer. Yo soy un actor, puedo interpretar cualquier cosa». Pareciera que estaba hablando de Amparo Baró, la actor que un profesional de la escena querría tener a su lado en momentos de zozobra, y el nombre en el reparto que tranquiliza al espectador siempre receloso ante el estreno teatral. Abandonas la función con su presencia debajo de la piel. Entrañable, porque removía las entrañas. Contra su currículum, solo hizo teatro, in vivo o in vitro a través de las pantallas Es decir, su trabajo se centraba a cada paso en su papel. Estructura antes que secuencia, el personaje esencial antes que la acción tramposa. Y no siempre reunías la fortaleza de ánimo para recibir un impacto de su densidad. Aprendimos y nos prendimos de Amparo Baró en la televisión franquista que copió el Studio 1 estadounidense, para retransmitir obras teatrales cuyo clasicismo dificultaba la podadura censora. La cultura desapareció con la democracia del basurero televisivo, es curioso que Broadway sobreviva hoy gracias a la proyección simultánea de sus estrenos teatrales en miles de salas cinematográficas dispersas por el mundo. En los primeros planos, la actor ahora desaparecida tendía a implorar dramática al cielo, visión teresiana de la interpretación extática. Nunca alcanzó el liderazgo de una Nuria Espert, porque la justicia está reñida con las artes. En contra de la dictadura de la imagen, la primera obligación de un actor consiste en adiestrar una voz inconfundible. Por supuesto, no pretenda enseñarle esta regla a las promociones que actualmente solo utilizan la boca como realce corporal. La dicción aguardentosa y sin engolamiento de Amparo Baró pervivirá por encima del difuminado de su rostro en la memoria.

Sus facciones anónimas recubrían aquel torrente sonoro. Cuando ella hablaba, no estabas escuchando a nadie más. Tal vez el efecto Doppler de sus palabras la empujó a la derecha ideológica, en paralelo a una Tina Sainz con la que guarda más de una similitud. Era inevitable que se despidiera del teatro con el drama ultrafemenino Agosto, con el guiño de compartir mesa con una Carmen Machi que reclama su herencia junto a Blanca Portillo. Todas ellas actores, actoras o actrices. Con voz propia, siempre.

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