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Una enfermedad

Publicábamos en la edición del domingo de este periódico el balance de actividad de nuestros diputados y senadores. Al margen de las iniciativas que han presentado en ambas cámaras, que ya les digo yo que no son muchas y aún menos de calado -por más que se dedican a maquillarlas presentando preguntas desde que los medios de comunicación nos hacemos eco de sus propuestas, para no salir demasiado mal parados- lo que llama poderosamente la atención es que cuando se revisa la lista de los cargos públicos que nos representan en Madrid, la primera exclamación que nos sale de la boca es: ¡Vaya, éste es diputado! ¡Ostras, ése sigue siendo senador! Pues sí, a mí, que se supone que me pagan por seguirles la pista, pueden también incluirme en la nómina de ciudadanos que no sabría recitar de corrido los nombres de los representantes por esta provincia en las Cortes Españolas. Y no es que no me interese lo que pasa allí, ni muchos menos, es que me temo que no pasa nada por su iniciativa que nos beneficie. Y de ahí nuestra apatía. Es mucho más que un síntoma que nuestros cargos públicos en el Congreso y en el Senado sean unos auténticos desconocidos para la inmensa mayoría de sus electores. Es una enfermedad que padecemos desde hace tiempo, agravada en las últimas legislaturas, y que corre el peligro de llevarse por delante, si no lo ha hecho ya, la participación de los ciudadanos en un sistema de elección que hace aguas y que aleja a los doce diputados y cuatro senadores que salen de las urnas de esta provincia de las cosas que nos importan verdaderamente. Urge por tanto buscar un nuevo sistema que apegue a nuestros cargos al territorio que en teoría representan y que les obligue a trasladar y defender nuestras necesidades. O eso o al final nos preguntaremos para qué sirven... si es que muchos no lo hacen ya.

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