Con más pena que gloria, el pasado miércoles entró en funcionamiento el pomposamente denominado «Portal de la Transparencia». Siempre he desconfiado de estas actuaciones destinadas a aglutinar gran cantidad de información en un punto de acceso porque, al final, resulta prácticamente imposible encontrar lo que queremos saber. No hay mejor manera de ocultar algo importante que colocarlo entre una montaña de datos irrelevantes. Así pues, el invento no está mal como elemento propagandístico -tenemos Portal, luego somos transparentes- pero su eficacia es muy cuestionable. De hecho, las evidentes dificultades para manejarse dentro del recién nacido Portal, que ya han señalado los medios de comunicación, refuerzan la tesis de que no se ha hecho un trabajo serio y riguroso para dotar a los ciudadanos de un mecanismo que les permita controlar, de verdad, la actuación de los poderes públicos.

Cabe empezar preguntándonos qué propósito debe perseguir la implantación de este tipo de instrumentos. A tenor de cuanto se ha escrito sobre la corrupción y la necesidad de regenerar los comportamientos en las instituciones y administraciones públicas, resulta indudable que recurrimos a la transparencia en busca de un antídoto contra las prácticas ilegales e inmorales que se dan en la vida pública. No se me escapa que lo ilegal es objetivable, con relativa facilidad gracias a la existencia de las leyes; mientras que el juicio de inmoralidad depende de los valores de cada uno y es, por tanto, una cuestión más opinable.

Como soy partidario de concentrar esfuerzos en los temas fundamentales, creo que en estos momentos deberíamos prestar más atención a las ilegalidades que a las inmoralidades, en lo que respecta a la novedosa actividad de la transparencia en España; porque las primeras son especialmente corrosivas para un adecuado funcionamiento de las relaciones económicas y sociales. La ley supone el mínimo nivel de exigencia moral de una sociedad: obliga a todos y su cumplimiento es requisito indispensable para una convivencia civilizada y próspera. Quiero decir con esto que, en este arranque del Portal, la atención pública tendría que haberse centrado en aquellos asuntos susceptibles de contener ilegalidades. Me refiero a los grandes contratos de obras, servicios y suministros que otorgan las administraciones y que suelen protagonizar los enormes episodios de corrupción que conocemos. Estos contratos configuran el espacio donde la necesidad de transparencia resulta más apremiante, porque determinan el enriquecimiento ilícito de unos pocos, pero también porque degradan y hacen ineficaz el funcionamiento de la economía. Del mismo modo que es imprescindible la claridad en los procedimientos de selección de personal al servicio del sector público, porque constituyen el soporte del clientelismo.

Sin embargo, no ha sido así. Las crónicas de los medios han destacado, fundamentalmente, los ingresos de los cargos públicos, el patrimonio de los mismos, las indemnizaciones que reciben o el destino que ocupan tras su paso por la Administración. Es difícil encontrar ilegalidades en estas materias. Quede claro que no defiendo que estos datos deban permanecer ocultos, lo que critico es que copen toda la atención. La cuantía de los ingresos o la liberalidad en el uso de las dietas, por citar un par de ejemplos, pueden inducir a una valoración moral sobre la conducta de quienes los disfrutan y, de ahí, derivar en un juicio político que siempre estará en función de las ideas o principios que defienda cada cual. No es algo desdeñable, ni mucho menos, pero tengo la sensación de que ha habido un exceso de «voyeurismo» en la forma en que se ha abordado la información sobre los contenidos del «Portal de la Transparencia». El morbo de comparar lo que ganan unos u otros ha dado pie a muchos titulares. En esta época en que priman los programas televisivos que exhiben el desnudo integral de las emociones y las conciencias de sus participantes, parece que el objetivo de la transparencia se limite a brindarnos otro espectáculo descubriendo los ingresos y gastos declarados por los cargos públicos. ¡Cómo si éstos no vinieran determinados por las normas del Boletín Oficial! Las mordidas, los sobornos o los cohechos no se van a encontrar en el Portal de la Transparencia. Los bienes puestos a nombre de testaferros, tampoco. Escandalizarse con los datos que aparecen en los registros públicos puede estar en sintonía con la moda de denigrar a «los políticos», pero conduce a perder de vista lo principal.

Hace falta muchísima transparencia en este país. Con las tecnologías actuales, no hay nada que impida que todos los procesos de contratación de las administraciones públicas sean transparentes, desde el principio hasta el final. Son muy pocos los secretos que deban ser protegidos y es muy fácil determinar cuándo hay que hacerlo. Si cualquiera pudiera acceder a la página web de una institución, fundación o empresa pública para conocer las ofertas de todos los que se presentan a cada concurso público, habría pocas posibilidades de amaños ocultos y de sobornos. Esa sería la acción más determinante para acabar con la corrupción. Para eso hace falta realmente la transparencia: para poner coto al abuso en el manejo del dinero público. Para acabar con la opacidad que tapa las ilegalidades. Opacidad que, por cierto, no ampara los sueldos oficiales de los cargos públicos.

Cuando hablamos de regenerar conviene que no perdamos de vista los problemas principales y que vayamos a ellos. No siempre lo más llamativo es lo más importante, ni se puede resolver todo de una vez. Por favor, que no nos distraigan los espectáculos.