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Javier Llopis

Opinión

Javier Llopis

Unos días de invierno

Todo funciona bien en el ciclo navideño alcoyano. Da igual quien gobierne en el Ayuntamiento, da igual quienes sean los protagonistas de los diferentes cargos y da igual el grado de crispación o de división interna que sufra la sociedad alcoyana en esos momentos. Los actos se celebran con apabullante brillantez, las habituales tensiones no aparecen por ningún lado y la gente sale en masa a la calle para disfrutar de tirisitis, de bandos, de cabalgatas o de pastoretes. Durante unos días de invierno, la sacrosanta tradición deja de ser una pesada losa para esta ciudad y se convierte en un motivo de orgullo y de masiva participación popular.

Cada mes de diciembre me asombro ante este insólito milagro. En una ciudad que se ha acostumbrado a convertir en motivo de furiosas disputas hasta los aspectos más superfluos de su vida social y de su historia colectiva, la unanimidad existente en torno al programa de actividades de la Navidad es un hecho atípico; un suceso casi mágico, que resulta muy difícil de explicar. Los alcoyanos somos especialistas en broncas. Las trasladamos a nuestras Fiestas de Moros y Cristianos, a la protección de nuestros parajes naturales, a la gestión de nuestro urbanismo y hasta el mismísimo nombre oficial de la ciudad. Sin embargo, cuando llega diciembre y los niños de los colegios empiezan a hacer cola para ver el Tirisiti, aceptamos sin ninguna reticencia las condiciones de una tregua dialéctica, que se prolongará hasta que en la noche del 5 de enero el último paje haya entregado su último paquete de regalos.

Alcoy ha encontrado la fórmula perfecta para este ciclo de festejos y sólo así se puede explicar el acuerdo general que existe en torno a ellos. Los primeros ayuntamientos democráticos dieron con la tecla adecuada y desde entonces, vamos tirando del acierto de aquel diseño. El secreto del éxito está en una sabia combinación de implicación ciudadana, de respeto a las estructuras tradicionales, de planteamientos organizativos modestos pero muy rigurosos y de ausencia total de protagonismos personales. Esta propuesta tan sólida ha resistido indemne el paso del tiempo y ha conseguido superar las escasas dificultades que han surgido a lo largo de estos treinta años. El resultado no puede ser mejor: las actividades festivas de la Navidad han sido asumidas por todos los alcoyanos como algo propio, como un bien muy valioso de cuya continuidad somos todos un poco responsables. Partiendo de esta unanimidad, la oferta navideña alcoyana se ha convertido casi de rebote en uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad. Algún día, habrá que analizar la influencia de los visitantes del Tirisiti o de la Cabalgata sobre las estadísticas anuales de turismo. A lo mejor, nos llevábamos alguna sorpresa.

Aunque el ciclo navideño alcoyano parece totalmente consolidado y forma parte de nuestra normalidad; de vez en cuando, conviene contemplarlo en toda su grandeza y valorar la importancia real de algo que se ha transformado en una de los elementos distintivos del patrimonio cultural y sentimental de esta ciudad. Es importante tener en cuenta, que nada de esto sería posible sin la existencia de una trama de esfuerzos desinteresados y de entusiasmos voluntaristas, que cada año logra sacar a la calle este pequeño prodigio, en el que se refleja lo mejor del carácter de los alcoyanos: su capacidad para colaborar en iniciativas colectivas y su pasión por las raíces.

Se acerca la Navidad y ya ha empezado el viejo ritual. Toca disfrutar del Belén del Tirisiti, de les Pastoretes, del Bando Real y de la centenaria Cabalgata de Reyes. Como hicieron nuestros abuelos, como hicieron nuestros padres y como harán nuestros hijos, toca sumergirse en esa antigua ceremonia de complicidades, de miradas infantiles de ilusión, de venteros cabreados con barretina y de pajes negros subiendo por los balcones. Toca sentirse orgullosos por haber sido capaces de conservar esa maravillosa joya de nuestra historia.

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