Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Tribuna

El Papa, en la frontera entre la civilización y la barbarie

Cuatro pontífices contemporáneos han admirado la grandeza de Santa Sofía, en Estambul, que ha sido templo de tres confesiones a lo largo de la historia. Y también tres Papas recientes han inclinado la cabeza en una mezquita. Pero ha sido la última oración de Francisco en la Mezquita Azul de Estambul la más difícil de todas ellas, pese a que la Turquía del presidente Erdogan constituye una especie de frontera entre occidente y el medio oriente, entre la civilización de raíz cristiana y la actual barbarie terrorista del Estado Islámico, que actúa en el norte de Irak o en Siria. Por ello mismo, cada vez que Recep Tayyip Erdogan recibe a un Papa experimenta una sensación contradictoria. Por un lado, la visita pontificia sigue siendo aval para que Turquía ingrese algún día en la Unión Europea (opción rechazada por el fundamentalismo islamista y por el europeísmo más endogámico). Pero, por otra parte, el Papa siempre le pedirá que rechace dicho fundamentalismo, y más en un presente dominado por los actos de inenarrable crueldad del Estado Islámico hacia toda persona que se niegue a convertirse al Islam, ya sea cristiana, kurda, caldea o chita.

En cualquier caso, Turquía es una frontera religiosa simbolizada precisamente por Santa Sofía, que ha sido a lo largo de los siglos catedral católica de rito oriental (del 360 al 1054, año del gran Cisma de oriente); después, basílica patriarcal ortodoxa y, posteriormente, mezquita desde la invasión otomana de 1453. En 1931, el edificio fue desacralizado y desde 1935 es museo. Los cuatro Papas que la ha visitado fueron Pablo VI (1967), Juan Pablo II (1979), Benedicto XVI (2006) y, hace unos días, Francisco, que exclamó: «¡Cuánta belleza!». Y Turquía es también el centro simbólico de la Iglesia Ortodoxa, como sede del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, cuyo titular, el Patriarca Bartolomé I es el líder honorario -sin jurisdicción-, de 300 millones de cristianos ortodoxos repartidos por todo el mundo. El Patriarca de Constantinopla es considerado sucesor de Andrés el apóstol, tal y como el Papa de Roma es considerado sucesor de Pedro.

Así pues, Pedro se inclinó ante Andrés -es decir, Francisco ante Bartolomé-, un gesto que evocaba el abrazo del Papa Pablo VI y del Patriarca de Constantinopla, Atenágoras I, en 1965, cuya consecuencia fue entonces «borrar de la memoria de la Iglesia las sentencias de excomunión» que la Iglesia católica y la ortodoxa se habían impuesto recíprocamente a partir del Gran Cisma del año 1054. En términos ecuménicos, el Papa Francisco expresó esta vez que «la plena comunión no significa ni sumisión del uno al otro, ni absorción». Sin embargo, el problema doctrinal de reunificación de Roma y Constantinopla sigue siendo el mismo: el catolicismo se construye históricamente con el reconocimiento de la primacía jurisdiccional del Obispo de Roma, pero las iglesias ortodoxas son «autocéfalas», es decir, autónomas y sin reconocimiento de una cabeza común, salvo la simbólica de Bartolomé I en el presente.

No obstante, Francisco apeló a una nueva idea: de facto, los cristianos se hallan hoy unidos en un «ecumenismo del sufrimiento», a causa de la actuación terrible del Estado Islámico, cuyo goteo continuo de degollamientos, flagelaciones, crucifixiones y decapitaciones ponen en evidencia que el cristianismo está siendo borrado de Oriente Medio, después de dos milenios de presencia. Por ejemplo, en Irak quedan menos de 200.000 cristianos, cuando antes eran casi cuatro millones. Según los últimos informes oficiales, desde 2003 -año de gestación del Estado Islámico- hasta hoy, los radicales han destruido en Irak 60 iglesias, y asesinado a 7.000 cristianos, entre ellos 25 sacerdotes y cinco obispos.

El canónigo Andrew White, vicario anglicano de Bagdad, ha descrito sucesos terribles. El pasado uno de diciembre, relataba la decapitación de cuatro niños, menores de 15 años, a los que milicianos del Estado Islámico habían exigido su conversión a la religión de Mahoma. Meses atrás, en agosto, White relataba asimismo cómo un niño de cinco años, hijo de un miembro de la Iglesia Anglicana de Bagdad, había sido despedazado (cortado por la mitad), al negarse su familia a semejante conversión.

En el presente, casi 150.000 cristianos se hallan refugiados al norte de Irak, en el Kurdistán, donde la minoría kurda -igualmente perseguida por los islamistas-, les da protección gracias a las fuerzas Peshmerga. Y desde el Kurdistán o desde el norte de Siria, los cristianos llegan a la frontera de Turquía, donde esperan en campos de refugiados para atravesar la frontera hacia la civilización. También huyen hacia Israel, el único país de la zona que garantiza su seguridad. Con ello, el triángulo de las religiones del Libro queda de nuevo dibujado.

Por ello Francisco tenía un papel complicado en Turquía. Ante Erdogan -que habló de «islamofobia»-, o ante el Muftí Mehmet Gormez, cabeza de la Diyanet (autoridad islamista turca), el Papa escuchó insinuaciones de que cristianos y judíos son corresponsables de la situación actual. De hecho, el Muftí llegó a decir que esto es como el antisemitismo, pero a la inversa.

Pero Francisco fue más diplomático en la visita que en la rueda de prensa que, como de costumbre ofreció en el avión durante su viaje de regreso a Roma. «He dicho al presidente Erdogan que los líderes académicos, religiosos, intelectuales y políticos del Islam pronuncien una condena mundial». Y en el mismo avión reconoció que sí había orado en la Mezquita Azul de Estambul. Horas antes, la explicación del Vaticano había sido que el Papa no rezó junto al Muftí, sino que había realizado «una adoración silenciosa». Pero Bergoglio dijo sin rodeos: «Cuando entré en la mezquita no podía decir: "Ahora soy un turista". Sentí la necesidad de rezar. Recé por Turquía, por la paz, por el Muftí, por todos y por mí. Dije: "¡Señor, pero acabemos ya con estas guerras!"».

Francisco se descalzó y se colocó ante el mihrab (muro orientado a La Meca) inclinó la cabeza y rezó durante dos minutos junto al Muftí de la ciudad, Rahmi Yaran.

Tres pontífices han hecho algo semejante. En 2001, Juan Pablo II visitó la mezquita de los Omeyas en Damasco, una de las más espléndidas del mundo árabe. Y Benedicto XVI también estuvo en la Mezquita Azul en 2006, el mismo año del célebre discurso de Ratisbona (Alemania), en el que aludía a testimonios históricos -palabras del emperador bizantino Manuel II Paleólogo-, sobre la irracionalidad del Islam al pretender imponer la fe mediante la violencia. Posteriormente, y en vista de diversas explosiones violentas en el mundo árabe, el Papa Ratzinger matizó sus palabras y rezó en la Mezquita Azul de Damasco. Pero la rama más radical de mahometismo, el califato del Estado Islámico, le está dando la razón al sabio Papa emérito. Y a Francisco le ha correspondido visitar la frontera más caliente entre civilización y barbarie.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats