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Hoy juega en Elche el Atleti, un equipo que desde peque me cayó bien. Y no solo porque un día que fui a su estadio siguiendo a mi equipo a mediados de los setenta se convirtiese en la jornada en la que acerté por primera y última vez los 14, lo que me permitió comprarme un errecinco de fábrica. No, aunque todo influye. Me resultó simpático por cómo jugaban a lo largo de las décadas aquellas los Collar, Adelardo, Reina, Luis, Heredia, Ufarte, Gárate -Dios mío-, Ayala e, incluso, Becerra, del que acabo de acordarme. Desde hace unos años, en cambio, ya no me cae tan bien y, aunque por su forma de producirse Diego Costa podría haberlo logrado por sí mismo, ha sido al verme arrastrado a mis años por las inquinas que los ultras irradian. No suelo ir a los estadios desde hace la tira, pero me avergüenzo de haberme dejado influir por esta corriente a la que se le ha venido riendo las gracias mientras no se pusiera demasiado borde. Y no tiene sentido. Según los escrutadores, ahora resulta que unos son de extrema derecha y otros de extrema izquierda. Como andan tan lozanas, lo único que le hace falta a las ideologías es que estos cafres ostenten la representación de una rama de sus fundamentos. Hace muchos lustros que se es consciente de que, salvo contadas excepciones, este invento reúne a lo peorcito de cada casa con dirigentes, pelotas y peloteros jugando a retroalimentarse. Y sin embargo habrá que pagar entre todos el súper despliegue de seguridad actual tras permitir que estos imbéciles hayan trastocado el plan familiar y de amigos que fue en su día ir al estadio. Confiemos en dejar de insultar al rival y en abrir una puerta a la cordura tal como empezó anteanoche en Copa a hacerse en el Carranza con una pancarta que reza «Árbitro, guapetón» y, ni aún así, pitó un penalti a favor del Cai. A ver si de una vez ponemos todos de nuestra parte.

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