Sigamos hablando todos de Cataluña, de 1714, de Rafael Casanova o de la nueva estatua madrileña de Blas de Lezo, el marino vasco a quien en una lucha de sucesión al trono español entre potencias europeas „no olvidemos el carácter internacional de aquella contienda„ le tocó participar en el bombardeo de Barcelona.

Sigamos hablando de «derecho a decidir», de denegación de democracia, de incomprensión. Sigamos, o sigan sus políticos, con ayuda de historiadores afines, tergiversando el pasado, creando o recreando mitos, apelando a las emociones, recurriendo a la conocida dialéctica «amigo-enemigo» que teorizó Carl Schmitt. Hablemos también aquí de Cataluña, de su rosario de agravios, de la insaciabilidad del nacionalismo porque mientras lo hagamos, mientras ese tema ocupe casi en exclusiva la agenda nacional, no habrá que hablar de otras muchas cosas que nos afectan a todos, vivamos a un lado u otro del Ebro.

Hablemos de Cataluña porque tendremos que hablar menos del triunfo del egoísmo y la insolidaridad de la sociedad que ya se dibuja, de la creciente desigualdad, de la corrupción, de los desahucios, del desmantelamiento de lo público, de las maniobras para privatizar la sanidad, la educación o los servicios esenciales como el agua.

Porque nos evitará tener que hablar de una crisis provocada de la que, si una vez salimos, será para encontrarnos con un panorama laboral totalmente distinto del que teníamos antes de entrar en ella, porque se habrán aprovechado todos estos años para precarizar el empleo, bajar los sueldos, aumentar las horas extraordinarias no remuneradas y recortar derechos.

Sigamos hablando de Cataluña porque nos ahorrará hablar de otros asuntos tan poco importantes como el Tratado de Libre Comercio e Inversiones, que negocian prácticamente en secreto Bruselas y Washington, y que, en un ataque frontal a la soberanía nacional y la democracia, permitirá a fondos de inversión extranjeros demandar a un Estado si consideran que una determinada legislación los perjudica. Hablemos de Cataluña para no tener que hablar de cómo se contaminan los ríos y los mares, de cómo se funden los glaciares y se eleva poco a poco el nivel de los océanos, de cómo se talan bosques y se sustituyen por cultivos, no para alimentar a la población, sino los motores. Sigamos creando nuevos Estados cada vez más pequeños y vulnerables, que pinten cada vez menos y se limiten a competir entre sí para ver quién ofrece un trato fiscal más favorable o una mano de obra más barata. ¿Qué más pueden pedir las transnacionales?