A los que ya tenemos algunos años, lo del «plan Juncker, nos suena un poco a aquel «plan Marshall» de principios de los años 50. El «plan Marshall», para los que se acuerden, al final quedó en muy poco.

El llamado «plan Juncker» es un proyecto de características históricas en la Unión Europea. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, hizo estos días en Estrasburgo un llamamiento a los gobiernos para que se sumen a su plan de inversión. Bruselas usará 16.000 millones de los presupuestos comunitarios y 5.000 millones del Banco Europeo de Inversiones: 21.000 millones de dinero público como palanca para alcanzar la cifra mágica de los 315.000 millones en los tres próximos años. Esos números salen sin aportaciones nacionales. Pero el brazo ejecutivo de la Unión Europea admite que necesita que los gobiernos se suban al carro para que su propuesta gane solidez y consiga atraer fondos privados. El objetivo último es lograr un impacto significativo en la economía europea y en el empleo, que presentan síntomas de depresión.

Con esta propuesta innovadora y totalmente atrevida Bruselas se saca de la manga un señuelo para atraer a los Estados: las aportaciones nacionales no se tendrán en cuenta para los objetivos de déficit. La Comisión certifica así un suave pero importante giro en su política económica: de una tacada da un empujón a las inversiones para tratar de sortear los riesgos de estancamiento, y además suaviza la política fiscal para no ahogar la frágil recuperación. Política de demanda y menos austeridad: hace solo unos meses, la sola mención de esa posibilidad hubiera sido una especie de anatema en Berlín, en Francfort y en Bruselas. La crisis sigue derribando tabús: Europa entera es consciente de que necesita flexibilidad en la aplicación de las reglas fiscales, además de un estímulo a la demanda. El «plan Juncker» es solo «una gota en el océano», según sus propios impulsores, pero tiene algo de las dos cosas: Bruselas planteará incluso al próximo Consejo Europeo que la cofinanciación final de los proyectos en cada país, y esto es muy importante, tampoco cuente en el cálculo del déficit.

Aunque Alemania nunca ha apoyado las teorías keynesianas, la canciller Angela Merkel bendijo la propuesta en el Bundestag. Ahora bien con alguna reserva: por un lado aprobó la propuesta, y por otro aprobó el primer presupuesto con superávit desde 1969, en un momento en el que toda Europa necesita otra política económica alemana.

Podemos considerar que este es el mayor esfuerzo en la historia reciente de la UE para conseguir inversión. El plan asume riesgos (el dinero europeo es la garantía de las primeras pérdidas), pero la Comisión no tiene una impresora de billetes, ni debería aumentar una deuda que pagarán nuestros nietos.

El ministro de Economía italiano, Pier Carlo Padoan, ha calificado la iniciativa como «un buen primer paso» y apuntó que supone «un cambio en la política económica de la UE, más orientada hacia el crecimiento». El pasado es una buena vacuna para los excesos de optimismo: se trata del quinto paquete de estas características que presentan las instituciones europeas desde que arrancó la crisis, a finales de 2007. Desde entonces, eso sí, las consignas han ido cambiando: de la austeridad a ultranza se pasó al soniquete de las reformas; ahora el enfoque es un poco de todo, una pizca de inversión, una política fiscal menos agresiva, una política monetaria más expansiva y siempre reformas.

Dice el refrán que a la fuerza ahorcan: Europa apenas crece, el paro está en máximos, hay riesgo de deflación y al sombrío panorama económico se suman las amenazas de crisis políticas, ante una factura de la crisis que va transformando el desaliento de las sociedades europeas en irritación.

Habrá que esperar a ver si todo este montaje se transforma en dinero contante y sonante, y acaba siendo eficaz, sobro todo para revitalizar las economías y rebajar sensiblemente las cifras de paro. La Comisión ha dicho que está en conversaciones con Francia, España e Italia para que hagan contribuciones, con el acicate, como ya hemos dicho, de que no computen en las metas fiscales. Pero fuentes del Gobierno español insisten en que aún es pronto para eso. Y en el Eurogrupo persiste cierto escepticismo. El apalancamiento parece excesivo. Pero si hay acuerdo para inyectar unos 20.000 millones por parte de los gobiernos y se confirma que eso no perjudica el cumplimiento de los objetivos fiscales, las cosas pueden tomar otro cariz.

Empleando un símil taurino, desde esta tribuna, mensaje para el señor Juncker: ¡suerte, maestro!