Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Los alicantinos han tenido casi siempre a su disposición alimentos suficientes para subsistir, gracias a la pesca, la ganadería y, sobre todo, la agricultura que se ha cultivado cerca o dentro de la propia población. A pesar de ello, han sufrido varias veces a lo largo de su historia el flagelo del hambre.

La primera hambruna de la que ha quedado constancia se produjo en el año 1299, a causa de una epidemia.

Porque el hambre ha aparecido históricamente en nuestra ciudad de la mano de una epidemia o de una guerra. Como en 1333, cuando la terrible peste negra coincidió con las guerras que la Corona de Aragón sostenía simultáneamente con la república de Génova y el reino nazarita de Granada. Entonces la escasez de pan se hizo tan angustiosa que a punto estuvo de quedar la villa completamente abandonada. Una comisión de procuradores alicantinos marchó en busca desesperada de grano. Lo hallaron en Alcira, donde compraron 150 cahices de panizo y otros tantos de sorgo. Trasladaron el cargamento al puerto de Cullera, pero allí el baile local impidió que zarpase el barco en el que había sido cargado el grano, acogiéndose a la orden real que prohibía la exportación de cereales. Los alicantinos recurrieron al infante Pedro, quien envió sendas cartas al baile general del reino, Guillén Serani, y al de Cullera (fechadas el 17 de diciembre de 1333), ordenándoles que permitieran la salida de puerto del barco cargado con cereales para la villa de Alacant.

Además de la escasez de alimentos, durante las guerras los alicantinos también han padecido la consecuencia de la especulación. En abril de 1937, durante la última guerra, un grupo de alicantinas se manifestó por las calles más céntricas de la ciudad pidiendo el abaratamiento de las subsistencias. El propio alcalde se quejó de que en la ciudad había «pocas mercancías y caras», debido al acaparamiento.

Pero la situación no mejoró en la posguerra. La Delegación de Abastecimiento y Transporte de Alicante fijó a finales de 1941 el consumo diario para un adulto de 365 gramos de pan, 83 de pescado, 165 de legumbres, 37 de aceite y 63 de carne. Este régimen de racionamiento provocó la aparición de un mercado alimentario clandestino y de la picaresca popular. Acuciados por el hambre, muchos alicantinos trataron de obtener raciones extras utilizando cartillas de racionamiento de difuntos o duplicadas. En 1944 fueron requisadas 1.632 cartillas ilegales.

Pero no solo en épocas de guerra o de epidemia hubo alicantinos hambrientos. Siempre ha habido pobres en Alicante que han sufrido déficit alimenticio y que, en determinados momentos, han visto agravada su situación hasta padecer hambre. Hablamos de auténtica hambre, no de ese impulso instintivo o gana de comer al que llamamos apetito. Nos referimos a la necesidad de comer que se siente cuando no se tiene nada o casi nada con que alimentarse, y a las consecuencias físicas y mentales que acarrea. Porque, además de consumir el cuerpo a causa de la desnutrición, el hambre produce efectos psicológicos terribles: nerviosismo, insomnio, desesperación, depresión…

El hambre ha sido y sigue siendo una de las consecuencias más vergonzantes de la desigualdad social. Ajenas todavía a los conceptos de solidaridad y justicia social, las autoridades alicantinas del siglo XIX apelaron a la caridad, la beneficencia y la filantropía, para convencer al mayor número posible de ciudadanos de que hicieran donaciones con que pagar las raciones de comida con que se trataba de paliar la escasez alimenticia de los pobres; si bien es cierto que, más que por altruismo, muchos lo hicieron para evitar que estos mismos pobres les molestaran por las calles o plazas, pidiendo limosna.

Pero el hambre, entendida como escasez de alimentos, no solo la sentía el mendigo. El jornalero o el obrero, y sus familias, también tenían un déficit nutricional diario que le hacían sentir mucho más que apetito.

Según informó Mariano Roca de Togores en una carta de 1848, «la comida ordinaria de los labradores en todos los pueblos y distritos rurales de este partido, es pan de cebada o de maíz, cebollas, ajos, pimientos y tomates crudos, una sardina el día en que cavan o hacen faena pesada, y los domingos y alguna noche en la semana, ensalada de nabo, col, acelga, etc., cocida». Y en la «Memoria Higiénica de Alicante» redactada en 1894, Esteban Sánchez Santana y José Guardiola Picó explicaban que la alimentación del obrero se reducía a un desayuno constituido por una taza de café o una copa de aguardiente, un almuerzo de pan con un trozo de atún o bacalao, una comida que generalmente se componía de un plato de arroz con bacalao o verdura, acompañado de pan duro y vino aguado, y una cena a base de pescados fritos o patatas cocidas. «Algún día mejoran algo su alimentación y comen el clásico cocido; pero esto no sucede ocho veces durante el año (…). Como la carne se vende muy cara, apenas la prueban y se necesita que el obrero gane muy buen jornal para poder un día permitirse hacerla entrar en su comida. También el pan se vende caro, pues cuesta 20 céntimos una libra del llamado de 2.ª y como por una coincidencia fatal, siempre ocurre que las familias más numerosas suelen ser las de los obreros, resulta que si gana ocho ó diez reales al día y necesita tres para pan, no le resta mas que cinco ó siete para los demás gastos de casa, vestido y alimentación. Imposible que puedan hacer uso de las carnes».

Por aquellas fechas (1893) el Ayuntamiento puso en práctica la llamada Cocina Económica, que ofrecía a los más necesitados un plato de cocido al precio de diez céntimos de peseta. Medio siglo antes ya se había puesto en marcha un servicio benéfico que suministraba una sopa diaria, pero que fue suprimido en 1849 debido a la falta de colaboración de los mayores contribuyentes. Para recuperarlo, en marzo de 1851 se constituyó una comisión de beneficencia, con el encargo de conseguir el mayor número de suscripciones (mínimo 4 reales mensuales), «para sostener á los indigentes de esta capital, prohibiéndoles que discurran por las calles pordioseando», mediante la entrega diaria de una sopa económica y pan. Al mes siguiente, se elaboró una «relación de los pobres á quienes se les distribuye la comida», en la que se apuntó, por barrios o cuarteles, los nombres y direcciones, así como el número de raciones diarias entregadas. En total, 88 personas y 98 raciones y media. Con fecha 3 de dicho mes, el alcalde Tomás España anotó en cada una de las relaciones desglosadas por cuarteles: «El Sr. Alcalde del cuartel se servirá tomar noticia de las personas que antes se expresan y presentarse en Secretaría á informar sobre la situación y circunstancias de cada una á fin de venir en conocimiento del grado de pobreza en que cada cual se halla». Algunos de los informes muestran la cruda realidad en que vivían muchos de aquellos alicantinos. Dos ejemplos: «(…) hay de ellos que son cuatro y cinco de familia no perciben mas que una racion» (José Penalva, alcalde del cuartel 3.º); «el alcalde propone, que habiendo fallecido la muger del segundo, se pase una de las dos raciones que disfruta, al primero que es casado é impedido sin tener mas recurso marido y muger que la única racion que aquel percibe y se parten» (cuartel 7.º).

Entre abril de 1851 y marzo de 1852 la comisión benéfica recaudó 24.339 reales y gastó 24.333, repartiendo 115 raciones diarias a razón de 22 maravedíes cada una (un real eran 34 maravedíes).

Esta labor de beneficencia se prolongó durante todo el siglo XIX y principios del XX, siempre insuficiente y dependiente de la voluntad limosnera de los ricos, con abundantes momentos críticos en los que estuvo a punto de desaparecer por completo, y otros muy contados en que se acrecentaba por intereses ocasionales, como el 12 de septiembre de 1860, cuando se repartieron vales por un total de 3.000 libras de pan, «con el fin de solemnizar del mejor modo posible la venida de S.M.», o lo que es lo mismo, para garantizar que durante la visita de Isabel II no hubiese indigentes por las calles pidiendo limosna.

Impelidos por vientos revolucionarios, al comienzo del siglo XX los hambrientos se animaron a protestar en las calles, siendo respondidos alguna vez por las autoridades con disparos, tal como veremos la próxima semana.

www.gerardomunoz.comTambién puedes seguirme enwww.curiosidario.es

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats