Llevamos meses escuchando de algún partido político la propuesta de reformar la Constitución Española como fórmula de resolución del conflicto surgido con Cataluña. Me parece un manifiesto error que la reforma se plantee como una solución en si misma, es decir, como un fin, en lugar de tratarse de un medio para conquistar un resultado. Por tanto, anunciar la reforma del Texto Constitucional como finalidad política no sirve para nada y, menos aún, si lo pretendido es exclusivamente plantear una alternativa a la situación que atraviesa la relación entre España y Cataluña.

La Constitución Española no es intocable, más bien al contrario, debe contagiarse del dinamismo que caracteriza una sociedad democrática. Han pasado más de treinta años desde su aprobación y la sociedad española ha cambiado sustancialmente, tanto es así que gran parte de ella no se siente identificada con el texto aprobado en 1978. En consecuencia, la Constitución debe ser revisada para mejorar jurídicamente el encaje de la actualidad; si bien, ello no debe significar que la reforma se convierta en una propuesta política en si misma. La política, en cambio, debe abordar los motivos por los cuales el marco de convivencia debe sufrir un cambio.

En estos días encontramos que la propuesta de reforma parece estar vinculada al Título VIII, esto es, a la Organización Territorial del Estado. Y se propone que la Constitución regule la organización territorial en forma de Estado federal. Sinceramente, no creo que ésta sea la solución que necesita el Estado, puesto que el Estado Autonómico es lo más próximo al federalismo, por lo que un pequeño paso más adelante no creo que sirva para resolver los problemas surgidos en el ámbito de las relaciones institucionales.

Sin embargo, estoy convencido que hay otras cuestiones especialmente relevantes que requieren de la atención de los partidos políticos y la apertura de su debate puede llevar a repensar el marco constitucional.

En primer lugar, la Constitución declara que España es un Estado social y democrático de derecho como forma de Estado. Si bien, este marco, garantista desde su origen, ha permitido, a su vez, que en estas tres décadas se haya degradado hasta el punto de desfigurar sus conceptos. Nuestro texto constitucional se configuró a partir, entre otras, de la idea de que la persona era el centro del sistema, cuyo corolario ha sido la declaración de derechos, si bien, se ha producido una traslación del antropocentrismo hacia el mercadocentrismo, si me permiten esta expresión, que ha tenido su expresión más evidente en la reforma del art. 135 de la Constitución, a través del cual los acreedores gozan de una posición superior con respecto a los ciudadanos del país. El golpe asestado a las normas primigenias de convivencia ha sido tan fuerte que obliga a plantearnos cuál es la situación actual y conocer cuáles son los sujetos de decisión. Ya no existe la dialéctica de clases, sino la de acreedores y deudores. La persona ha sido desplazada por el mercado como sujeto de consideración y decisión. Esta realidad pone a prueba la idea de la democracia, dado que el pueblo ya no tiene la soberanía para decidir sobre su futuro, así como la idea del Estado social, puesto que los derechos han sufrido un frenazo en el proceso de su protección.

En segundo lugar, y en relación a lo anterior, la persona, en términos colectivos, tiene que reforzar su protección a través de la ampliación de las garantías de los derechos sociales. El Estado de Bienestar, como expresión del Estado social, ha sido sometido también a la dialéctica del acreedor-deudor, por tanto, se tiene que rescatar su idea y buscar la fórmula de su mantenimiento y garantía de futuro, a no ser que la defunción del Estado social sea irremediable, a lo cual me opongo, puesto que esa ruptura conlleva también la de la convivencia pacífica.

En tercer lugar, y bajando a la realidad institucional, los órganos del Estado necesitan una revisión debido a su manifiesta pérdida de credibilidad. Quizá la revisión más importante, en términos democráticos, es la de Las Cortes Generales, mediatizadas por los partidos políticos y el Gobierno, y, por extensión, el resto de órganos sometidos a designación y control del Parlamento. Aunque sigo creyendo en la idoneidad de la función democrática de los partidos políticos, conforme establece el artículo 6 de la Constitución, también creo que la institución parlamentaria debe estar sometida al escrutinio de los ciudadanos que han elegido a sus representantes, en lugar de responder únicamente a los dirigente de los partidos con los que han concurrido a la elecciones. Cierto es que los partidos concurren con un programa electoral y con una identidad común para solicitar la confianza de los ciudadanos, pero, una vez celebradas las elecciones, el pueblo no puede quedar apartado del trabajo parlamentario. El mejor filtro para evitar la permeabilidad de los partidos y sus parlamentarios es que éstos deban rendir cuenta, de manera periódica, ante un órgano popular de sus circunscripciones, y que esa rendición de cuentas se extienda hasta la exigencia de responsabilidad política. Resuelto este filtro, el Parlamento gozará de mayor salud democrática, el control al Gobierno será más eficaz y la designación de los miembros de otros órganos del Estado responderán a criterios alejados de la oportunidad política.

En último lugar, y digo último lugar para no extenderme más, la Administración Pública también tendría que sufrir un cambio tanto en su organización como en su funcionamiento. Es cierto que este debate surgió para demoler el Estado Autonómico y reducir sus instituciones, pero también lo es que la construcción de la Administración Pública tanto estatal como autonómica ha estado inspirada por los reinos de taifas, donde cada dirigente ha orquestado su desarrollo pensando exclusivamente en sus intereses. La Administración Pública es esencial para que el ciudadano vea atendidas sus necesidades públicas, si bien, la organización de la misma y su funcionamiento debe obedecer a criterios de eficiencia, dado que el destinatario del servicio público no es, ni debe ser, otro que el ciudadano.

En definitiva, hay motivos para que los políticos discutan a fondo sobre el contenido de la Constitución y, llegado el momento, sanearla con su reforma.