Días atrás, el profesor de Urbanismo de la UA, J. Ramón Navarro Vera, escribió un irreprochable artículo sobre La responsabilidad de los profesionales (juristas, ingenieros y arquitectos) en lo que ha pasado a ser conocido como la «burbuja inmobiliaria», y más despectivamente «la burbuja del ladrillo».

Asumo la parte de responsabilidad que me corresponde, pues viendo que lo que estaba sucediendo era absolutamente anormal, mantuve silencio, al igual que otros muchos, sin decir «esta boca es mía», tal y como nos acusa J. Ramón Navarro.

Las razones de por qué nos comportamos así, es lo que en un segundo artículo, yo pediría al profesor Navarro que analizara también, desarrollando más ampliamente una frase que pasa muy diluida en el contexto de su artículo. Dice así: «Para trabajar, el profesional tiene que mantener una relación con el poder que le contrata; sin embargo, esa relación ha trascendido en muchas ocasiones a una relación de complicidad, que desactiva su independencia moral y su capacidad crítica». Desarrollar el porqué los profesionales nos comportamos sociológicamente así y no de otra manera tiene su miga, y debería ser motivo de ese segundo artículo o de un estudio mucho más profundo si lo que se pretende es que todo se limpie y mejore.

Yo creo que él, mejor que nadie, que ha pasado por la etapa de haber ejercido la profesión en las trincheras y después en la Universidad, se encuentra en unas magníficas condiciones de poder analizar y explicar dichas razones bajo bastantes puntos de vista.

Y si lo hiciera, así todos sabrían el porqué, en el mundo que nos toca vivir, los técnicos corrientes realizamos nuestro trabajo lo mejor que sabemos, podemos y nos dejan hacer, y por qué no podemos ser tan grandes ni tan puros, como el magnífico ingeniero y urbanista Ildefonso Cerdá, al que tanto admira J. Ramón Navarro, al igual que lo admiramos también nosotros.

Desconozco con precisión, aunque pueda tener mis sospechas, de cuáles pueden haber sido las razones de los demás o de un gran número de ellos para haber mantenido el silencio cómplice por el que se nos acusa, y por esa razón no me atrevo a exponerlas; pero por si le puede servir de información y ayuda, para ese hipotético segundo artículo que me gustaría que escribiera, le menciono algunas de las razones que motivaron nuestro silencio culpable.

Las razones primeras son puramente egoístas, pues con el viento a favor y trabajo abundante, nos fue posible ampliar nuestra plantilla, incrementar los sueldos hasta unos límites, donde un sencillo delineante podía cobrar de dos a tres veces lo que cobra en la actualidad un arquitecto recién acabado, asumiendo hipotéticamente que tenga la suerte de poder cobrar algo, y no se encuentre explotado trabajando gratuitamente para alguno de sus profesores del propio estamento universitario que lo titula, haciéndole trabajos particulares.

Pero volviendo a las alegrías de la burbuja, y gracias a ellas, podíamos también destinar dinero a la formación de nuestros técnicos, como de igual forma permitirnos el lujo de asistir a cursos y congresos fuera de Alicante. Simultáneamente pudimos mejorar las infraestructuras de nuestras instalaciones, montando una oficina espaciosa y cómoda, con una biblioteca espléndida, sala de formación, etcétera, donde se puede ofrecer una mejor calidad en nuestro trabajo, tanto hacia dentro como hacia fuera; y en eso estábamos cuando se acabó el pastel. ¿Hicimos mal estando callados cuando veíamos que nuestros sueños se iban haciendo realidad? Seguramente, sí, pero como ya he dicho antes, no todos somos tan desprendidos y puros como Ildefonso Cerdá.

En el presente, tras estallar la burbuja del ladrillo, como no podía ser de otra manera, y desaparecer el trabajo hasta unos límites insospechados, incluso para los más pesimistas gurús de la economía, nos hemos visto obligados a reducir la plantilla de nuestros técnicos a la mitad; y simultáneamente tener que rebajarnos todos los sueldos proporcionalmente y de forma directa a sus cuantías.

Y aun así, siguen estando las cosas tan difíciles y problemáticas, que luchamos y luchamos para seguir manteniendo operativo que veinticinco familias podamos seguir contribuyendo a que esta España nuestra, que estamos destrozando entre unos y otros, pueda seguir subsistiendo aunque sea con esos recortes que nadie quiere, pero que parece que son inevitables si queremos mantenerla viva.

A las razones anteriores, tendríamos que añadir otras, algunas más miserables y cobardes; y que como apunta el profesor J. Ramón Navarro, tienen que ver con el poder que nos contrata. ¿Es posible hoy día criticar las actuaciones de quienes controlan el poder y facilitan los trabajos, aunque se haga con las mejores intenciones y la mayor buena fe del mundo, y seguir confiando y esperando que dicha crítica no influirá en sus decisiones futuras, sin que tomen represalias sobre nosotros por haberlo hecho de una forma u otra? Yo diría sin temor a equivocarme que no es posible. Reconozco haberme mordido la lengua más de una vez y dos, sabiendo lo poco comprensivo que puede ser el poder, sea este del tipo que sea: público o privado, cuando se le lleva la contraria y se tiene la obligación de pagar la nómina de una plantilla al final de mes.

Un simple botón de muestra. Probablemente ustedes no sepan que el paseo volado de la Volvo en el Puerto se encuentra inacabado y que falta por hacer, precisamente, la parte más interesante del mismo, pese a la buena aceptación que ha tenido en la ciudad, hasta el punto de haberse convertido en una de sus imágenes más atractivas publicitariamente de la misma. Pues bien, por decir en voz alta que Alicante frente a Valencia en las infraestructuras se encuentra ninguneada, y que hubiese bastado el dinero de lo que costaron un par de cables del puente de Calatrava de la Ciudad de las Ciencias, para poder haberlo acabado, fui llamado al orden amablemente por el fallecido conseller José Ramón García Antón, por encargo del peor presidente que ha tenido nuestra comunidad, el inefable señor Camps, uno de los mayores responsable del olvido de Alicante y la quiebra más absoluta en la que nos encontramos.

Y para finalizar, le pediría a muchos otros que desde el ámbito seguro y cómodo de la Universidad imparten doctrina y nos ilustran un día sí y otro también sobre todo lo divino y humano, que nos ilustren de igual manera sobre las «burbujas universitarias», en las que lamentándolo infinitamente me he visto involucrado por ser profesor de la misma durante 35 años, con un silencio parecido y similar al anterior que no sabría cómo calificarlo; y que posiblemente estén causando un daño infinitamente mayor que la denostada burbuja de los ladrillos, porque como dice J. Ramón Navarro, sobre la Universidad recae la enorme responsabilidad de impartir la esencia científica y ética en los jóvenes que tienen la responsabilidad de construirnos un futuro en un mundo mejor.