Desde hace años tengo un especial interés por la Generación del 14. Las obras de aquellos intelectuales retrataron una Hispania muy similar a la de hoy. En su obra: España en el Crisol, Luis Araquistáin describe la patología del alma española. Un país -decía este ilustre escritor- con una enorme falta de espíritu público; con una mezquina búsqueda de interés personal; con un odio al pensamiento y la cultura; con un altísimo escepticismo político y, con una hostilidad a todo esfuerzo que no merezca rendimiento inmediato. Ortega -su compañero de café, en el Ateneo de Madrid- criticó al periodismo de partidos y luchó por instaurar un modelo basado en la pedagogía social. El periódico, decía el autor de «las masas», debía ser un maestro de papel para adiestrar a sus alumnos -los lectores- en las artes democráticas. Las élites intelectuales eran las únicas capaces de llevar a cabo reformas en el seno de los centros. Estos señores, en discrepancia con Marx, no defendían una revolución desde abajo sino todo lo contrario: un cambio social desde arriba; desde los cuellos blancos y los taquígrafos del conocimiento. La transformación consistía en «europeizar a España». Europa era la panacea a todos nuestros males; lo mejor, decían, para salir del agujero.

Hoy, cien años después de aquellas mentes inquietas, la España que nos mira; es similar al país de «pandereta» que tanto criticó Gasset en El Faro de Madrid. Somos -decía el cuñado del barrendero- un país de envidiosos y chismosos; de gritones y verduleros; de informales y festeros; de listos y de tontos; de payos y gitanos; de nobles y plebeyos; de Sanchos y Quijotes. Somos -cuánta razón tenía la nieta de los rojos- un país de acomplejados; de europeístas frustrados; de mediocres mitineros; de chorizos con corbata; de futboleros domingueros; de cultos de taburete; de cafés y carajillos. Somos -no me cansaré de repetirlo- un país de dimes y diretes; de Kikos y Pantojas; del ¡viva el vino y las mujeres!; de ruidos y pancartas; de madridistas y catalanes. Una España de Marhuendas y Ramoncines; de rumbas y sevillanas; de tacones y cinturones. Somos, una España de miedos y temores. Un país que esconde entre sus cojines las frustraciones enquistadas de cuarenta años de nodos; de rombos y tricornios.

Son, precisamente, las angustias nacionales por el sambenito que nos cuelga, las que envuelven al ciudadano en un manto de mediocridad que le imposibilita ver la luz al final de los barrotes. Las marcas personales o, dicho de otro modo, la construcción de nuestros sueños, se nutre de liderazgo y autoestima. Liderazgo para conseguir que los otros confíen en nosotros y, autoestima para que nosotros nos creamos lo que somos. Sin estos dos ingredientes nunca reproduciremos, el país que dibujaron nuestros padres y abuelos en los tiempos de Suárez. Así las cosas, España se ha convertido en un país periférico como lo fue -y es- África en los tiempos napoleónicos. Un país, les decía, sin líderes y sin el carisma necesario para entusiasmar e involucrar a una sociedad enferma de autoestima. ¿Dónde están los intelectuales?, ¿dónde están líderes de la República?, ¿dónde están los poetas? Muertos, contestó la criada. En días como hoy, no queda nada de las sabidurías inculcadas por los ilustres del Ateneo.

Hoy, siento frustración por las cenizas de la indignación. Las pancartas y el ruido han demostrado que no son condición suficiente para cambiar las mayorías. Para cambiar las cosas -en palabras del anónimo- es necesario agotar todas las fórmulas democráticas. No podemos consentir que en los periódicos de la mañana, siempre sean los mismos quienes opinan y dominan a las masas. La prensa debe abrir sus puertas a nuevas voces; hambrientas de discurso pero, desiertas de altavoz para transmitir sus mensajes. No podemos permitir, perdonen que me repita, que se pierdan las tertulias de Gijón; los rincones de Madrid y los debates de Sijé. El contraste de opiniones es el mecanismo que nos llevará hacia las orillas de la tolerancia. Dialogar sin la etiqueta. Dialogar, alejados de los prejuicios; es el camino para romper, de una vez por todas, el estigma de las dos Españas que nos cuelga desde los tiempos de Francisco.

Grito «no» a la política mitiniera y critico hasta la médula la España de pandereta. Una España de hojalata, en palabras del idiota, sin camino ni destino. Es necesario alzar la voz, escribir para educar, como diría Gasset si me leyera. Y, sobre todo, escribir como medio para construir un discurso culto alejado de los taburetes y los bares. Hay columnistas, cierto, muchísima gente que escribe pero, queridísimos lectores y lectoras, el buen escritor es aquel que dice lo que piensa, sin pensar en sus lectores, ni siquiera en sus detractores. Solamente así, de esa manera, desde la libertad de las plumas, conseguiremos derrumbar las columnas ideológicas que sostienen el poder. Después de una larga vida soñando con Europa, Ortega cambió de opinión y abogó por «españolizar Europa». Españolizar a los otros o, dicho en otras palabras: conseguir ser el referente, es el camino para evitar que el antiideal africano se apodere de nosotros. Si no lo logramos, si no conseguimos españolizar a Europa seremos -casi lo somos- un país de pandereta, similar a la España de Gasset.