Orquesta Ciudad de Elche

Gran Teatro de Elche

Obras de Chopin y Beethoven.

Orquesta Sinfónica Ciudad de Elche (OSCE).

Valeria Charitidou, piano.

Leonardo Martínez, director.

Que ni revolución industrial, que ni francesa, que ni gaitas. La edad contemporánea empieza en el compás 275 del primer movimiento de la Tercera sinfonía Op. 55 de Ludwig van Beethoven. La exactitud del momento de la proclama está plenamente justificada en el hecho de que, a partir de ese preciso instante, la música tomaría un camino sin retorno: el de la disolución de la tonalidad. Se entiende entonces el compromiso que supone interpretar esta obra enorme no solo en proporciones sino, además, en intenciones.

Y la OSCE (Orquesta Sinfónica Ciudad de Elche) hizo un trabajo magnífico en una obra con dos amenazas constantes: no deja un momento de respiro y el peso de las cientos de versiones grabadas te puede hundir en el fango de la incoherencia. La resolución del conflicto pasa, entonces, inevitablemente por las manos de cada uno de los componentes de la orquesta y de su director.

Asumió el director, el almoradidense Leonardo Martínez, la responsabilidad de coordinar y aglutinar el pensamiento de ese instrumento complejo que es la orquesta. Esta actitud, además de democrática y empática, demuestra la tan necesaria confianza plena en los músicos. El resultado, más allá de que lo compartas o no, cumple el requisito primero para acercarse a la excelencia: la coherencia.

El resto lo puso la orquesta. A saber. Intensidad, emoción, entusiasmo y respeto se entremezclaron para conseguir una Tercera sinfonía plena de luz y de sus necesarios claroscuros, y que demostró que entre sus filas se encuentran algunos de los más brillantes solistas de la Comunidad Valenciana (quien escuchara, entre otros, al solista de oboe en la Marcha fúnebre sabrá de lo que estoy hablando).

Antes, en la primera parte, se presentó un Concierto para piano nº 1 de Chopin en el que la pianista georgiana Valeria Charitidou afrontó la obra con soltura y convicción a partes iguales y que cuadraba y enmarcaba un programa que resultó proporcionado entre la intimidad del Chopin y el exhibicionismo del Beethoven. Además del privilegio de asistir, una vez más, al comienzo de la era contemporánea justamente, ni un poco antes ni un poco después, en el compás 275.