Hemos tenido que aguantar hasta finales de 2014 para que el Ministerio de Agricultura se dé cuenta de que el agua del Júcar que llega a Cullera no sirve para beber. Ha llovido poco, pero algo ha llovido, desde que los beneficiarios del trasvase Júcar-Vinalopó advirtieran por activa y por pasiva de que en el Azud de la Marquesa, donde se fija la toma, hay mucha porquería, tanto de la que sabe a caquillas como de la que huele a matamoscas. El agua que vendría a saciar la sed en la provincia de Alicante está impregnada de plaguicidas, porque todo lo que se echa río arriba para matar orugas, escarabajos y caracoles, un decir, acaba yendo río abajo, siguiendo el curso natural de los caudales que van a dar a la mar. Y yo me atrevería a decir que ni la utilizaría para regar, no vaya a ser que algún día nos acusen desde Bruselas, Hamburgo o París de que las zanahorias de Villena destilan cierto regustillo a Centella o a Zotal y se nos descompongan el cuerpo, la economía y hasta la máquina de binar. Lleva años dando vueltas este controvertido trasvase del Júcar, y una vez invertida una millonada en la construcción de toda la infraestructura, nos encontramos con que todavía no se sabe en qué zona del río se van a enganchar los tubos. La solución está en Cortes de Pallás, donde el agua corre sin contaminar, pero ni se debe mencionar, porque solivianta a los agricultores valencianos, a los ecologistas y a más de un político metido ya en verbenas electorales. Si para ver toda la canalización levantada hemos tenido que esperar la friolera de 600 años, para poder abrir el grifo y que salga agua sin peligro de que nos envenene vamos a tener que armarnos de paciencia, y mucha, porque visto el panorama político no hay Quijote que se atreva a tomar una determinación que permita salvar el trasvase y acabar de una vez con este apestoso enredo.